El gran salón del palacio brillaba con el esplendor de cien candelabros, y el murmullo de conversaciones corteses llenaba el aire con una falsa sensación de normalidad. La Reina había convocado a todos los notables de la ciudad en una ceremonia pública, una demostración de poder y gratitud hacia aquellos que habían salvado Korvosa del Velo Carmesí. Mientras esperaban su llegada, los aventureros tuvieron ocasión de socializar con la flor y nata de la ciudad, navegando entre cortesías vacías y miradas calculadoras.
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| Recepción oficial en el castillo Korvosa |
Junto a Cressida, quien mantenía su semblante profesional pero dejaba entrever cierta tensión en la rigidez de sus hombros, los héroes recibieron tres visitas que marcarían el rumbo de lo que estaba por venir.
El embajador y la oferta de Cheliax
Darvarne Gios Amprey se acercó a Gûnther con la elegancia depredadora característica de los diplomáticos de Cheliax. El embajador había regresado a la ciudad portando una propuesta envuelta en terciopelo, pero con el filo de una daga bien afilada. Tras los sonados triunfos del ulfen, el Imperio de Asmodeo había averiguado su verdadero linaje, y el templario no era un simple guardián errante, sino un príncipe de su estirpe. Una pieza valiosa en el tablero político del norte.
La oferta era tan generosa como peligrosa. Cheliax patrocinaría su ascenso al trono de Jarl de su abuelo, le proporcionaría ejércitos y recursos, y más tentador aún, le revelaría los nombres de quienes instigaron el asesinato de sus padres. El precio era, en apariencia, modesto: convertirse en un aliado pacífico que respetara las rutas comerciales del Imperio. Amprey habló con la confianza de quien conoce el valor exacto de lo que ofrece, sabiendo que cada palabra calaba en las viejas heridas del norteño. Cuando se retiró con una reverencia cortés, dejó a Gûnther con un dilema que no podría posponer indefinidamente. Los muertos clamaban venganza, pero ¿a qué precio?
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| Darvarne Gios Amprey |
El heredero y la promesa
Amin Jalento llegó con el rostro iluminado por una alegría que contrastaba con la solemnidad del evento. El joven noble había sido enviado por su padre Tavius para representar a la casa, pues el astuto patriarca no deseaba dar legitimidad a la reina con su presencia personal. Desde que había asumido el control de la fortuna de los Carowyn, Tavius encabezaba la oposición a Ileosa en el Consejo de Mercaderes, una posición peligrosa en tiempos donde la disidencia se pagaba cara.
El viejo Ausio, devastado tras el salvaje ataque de Jolistina sobre su casa y el espantoso asesinato de su esposa Olauren, había terminado por ceder legalmente su fortuna a los Jalento en agradecimiento por su cuidado, y para proporcionarles los recursos necesarios para hacer justicia. Era un gesto desesperado de un hombre roto, pero que había convertido a los Jalento en uno de los poderes comerciales más significativos de la ciudad.
Amin saludó a su hermanastro Rhorcyn con un abrazo que rebosaba afecto genuino. Le comunicó que su padre estaba inmensamente orgulloso de él, tanto que había tomado la decisión de adoptarle formalmente como miembro de la casa Jalento. Más aún, planeaba comprarle una capitanía para que pudiera seguir ganando gloria y prestigio, elevando el nombre del linaje. El joven noble hablaba con entusiasmo de planes futuros, de cómo la familia crecería en influencia, de cómo juntos honrarían la memoria de todos los Jalento que habían venido antes. Cuando finalmente se despidió con otro abrazo, radiante de esperanza, ninguno de los dos podía imaginar que aquellas serían las últimas palabras felices que compartirían.
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| Amin, orgulloso de su hermanastro |
La profetisa y las sombras venideras
La aparición de Keppira d'Vir provocó un silencio incómodo en su entorno inmediato. La Suma Sacerdotisa de Pharasma se apoyaba pesadamente en el brazo de su acompañante, tremendamente desmejorada por los efectos de la plaga. El Velo Carmesí había estado a punto de matarla de forma completamente antinatural, como si la enfermedad hubiera sido diseñada específicamente para atacar a los siervos de la Señora de las Tumbas. Solo tras la destrucción de la estatua de Urgathoa por parte de los aventureros había parecido recobrar algo de sus fuerzas, casi por ensalmo, como si un peso invisible hubiera sido levantado de su pecho. Su asistente la había mantenido con vida durante aquellos días oscuros, velando junto a su lecho mientras la muerte acechaba con paciencia infinita.
Dicho asistente era presentado simplemente como Andreas, un imponente elfo de cabello azabache que emanaba una presencia inquietante. Había algo profundamente extraño en él, una cualidad sombría que era difícil de definir pero imposible de ignorar. Sus ojos parecían observar no solo el mundo visible, sino también algo más allá, como si pudiera ver a través de los velos que separaban el reino de los vivos del de los muertos. El propio Gûnther, que conocía a la mayoría de los miembros de la congregación de Pharasma, no le reconocía, y eso por sí solo era significativo.
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| Andreas, misterioso guardián |
Keppira no se molestó en dar más detalles sobre su misterioso acompañante. En su lugar, pronunció una serie de comentarios que helaron la sangre de quienes la escuchaban, palabras que sonaban inequívocamente proféticas, cargadas con el peso de visiones arrancadas del tapiz del destino. Su voz, aunque débil, resonaba con una autoridad que no admitía dudas.
"Escuchad bien," susurró con voz que parecía venir desde el fondo de una tumba, y sus palabras tomaron el ritmo de un cántico fúnebre:
Tras pronunciar aquellas palabras, sufrió un terrible acceso de tos que sacudió todo su cuerpo. Andreas la sostuvo con gentileza y se la llevó de inmediato, su figura oscura abriéndose paso entre la multitud como una sombra que cruzara un jardín iluminado por el sol. Los aventureros quedaron profundamente intranquilos, intercambiando miradas cargadas de significado. Antes de que pudieran discutir las implicaciones de aquella profecía, el sonido de trompetas anunció la llegada de la reina, y todos los presentes se giraron hacia el estrado.
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| Keppira d'Vir, tras el Velo |
EL DISCURSO DE ILEOSA
Con tremenda pompa, Ileosa Arabasti hizo su entrada triunfal. La joven monarca parecía brillar con luz propia mientras ascendía al estrado, y cuando impuso las medallas a los aventureros, su sonrisa era la perfección encarnada. La sustanciosa recompensa que entregó provocó murmullos de aprobación entre los nobles reunidos. Parecía el epítome de la gratitud real, una soberana generosa recompensando a sus campeones. Cuando finalmente quedó sola en el atril, dio comienzo su discurso, y fue entonces cuando se reveló en todo su terrible esplendor.
El discurso como tal esta registrado en el blog como parte del epílogo del capítulo 2.
Su voz no era simplemente hermosa. Era gloriosa, cargada con un poder que trascendía la mera retórica. Cada palabra parecía resonar en lo más profundo del alma, y su presencia se expandió por el salón como un astro luminoso que eclipsaba todo lo demás. Las palabras fluían de sus labios con una maestría hipnótica: dolientes y tristes al principio, cuando hablaba de las pérdidas sufridas por la ciudad; reivindicativas después, cuando señalaba a los culpables de aquellas desgracias; y gloriosamente poderosas al final, cuando proclamaba el destino grandioso que aguardaba a Korvosa bajo su gobierno. La concurrencia cayó en su embrujo como marionetas cuyos hilos fueran arrancados de sus manos. Los nobles aplaudían con fervor desmedido, los comerciantes gritaban su nombre con devoción casi religiosa, y hasta los guardias más veteranos tenían lágrimas en los ojos.
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| El discurso de la reina |
Pero los aventureros permanecieron inmunes al hechizo. Quizás fue la advertencia de Keppira resonando en sus mentes como una campana de alarma. Quizás fueron las durísimas experiencias que habían galvanizado sus espíritus, forjándolos en un acero que no se doblegaba fácilmente. Pudieron contemplar el espectáculo como meros espectadores, observando con horror creciente cómo la reina se apoderaba de la voluntad de todos los presentes. Cuando el discurso alcanzó su clímax y la sala tronó en aplausos y ovaciones, ellos permanecieron en silencio, conscientes de que acababan de presenciar algo profundamente antinatural.
Fue entonces cuando sucedió. La mirada esmeralda de Ileosa se deslizó por el salón con aparente casualidad, barriendo sobre las masas de aduladores que clamaban su nombre, hasta que se detuvo. Se posó directamente sobre ellos, sobre los únicos que no habían caído bajo su poder. Y en ese momento, toda la calidez desapareció de aquellos ojos verdes, reemplazada por una frialdad que cortaba como el filo de un cuchillo de hielo. La sonrisa que curvó sus labios no tenía nada de humano. Era la sonrisa de un depredador que ha identificado a su presa, de un jugador de ajedrez que acaba de prever las próximas diez jugadas y sabe que su oponente está perdido.
Luego el hechizo se rompió, como por ensalmo. La gente pareció recuperarse por completo, y la sala se llenó del ruido súbito de conversaciones que reanudaban, como si nadie se hubiera percatado de absolutamente nada. Inquietos, los huérfanos decidieron que era hora de marchar.
Terminada la ceremonia, cuando los aventureros recogieron sus armas en el vestuario, un criado de palacio se acercó a Rhorcyn con una elegante sombrerera de terciopelo carmesí. El elfo la aceptó con extrañeza, pensando quizás en algún obsequio adicional de la corona. Pero cuando levantó la tapa, el aire se le escapó de los pulmones.
Dentro no había sombrero alguno. Solo una nota, escrita con grandes letras en tinta carmesí que parecía demasiado espesa, demasiado oscura. Las palabras estaban trazadas con la irregularidad de quien escribe presa de la demencia, pero el mensaje era perfectamente claro:
NADA ACABA HASTA QUE YO DIGO QUE ACABA
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| Un obsequio que trae tortuosos recuerdos... |
Las piezas encajaron con terrible claridad. La advertencia de Keppira sobre los comerciantes que caerían. Las amenazas veladas contra los que se oponían al trono, entretejidas hábilmente en el discurso. Tavius Jalento lideraba la oposición en el Consejo de Mercaderes. Amin acababa de despedirse, regresando a una casa que de repente parecía estar marcada para la destrucción.
El elfo dejó caer la sombrerera y salió a la carrera sin pedir permiso, sin esperar órdenes, con el corazón martilleando en su pecho y una certeza terrible apoderándose de su alma. Sus camaradas le siguieron de inmediato, comprendiendo instintivamente que algo horrible estaba a punto de suceder o ya había sucedido.
Por desgracia, ya era demasiado tarde.
LA CAÍDA DE LA CASA JALENTO
La casa Jalento había sido un hervidero de actividad apenas unas horas antes. Ahora solo había silencio.
Un silencio sepulcral.
Cuando forzaron la entrada, el olor a muerte les golpeó como un puño. La servidumbre yacía por todas partes, pero no estaban simplemente muertos. Habían sido... transformados. Cuerpos retorcidos, mutados en criaturas hambrientas que se lanzaron sobre los aventureros con ferocidad antinatural.
No podían detenerse a pensar. Solo combatir.
Humbra conjuraba mientras sus compañeros mantenían a raya a aquellas abominaciones que una vez habían sido personas. Los gritos de batalla de Korag resonaban por los pasillos, Gûnther protegía los flancos, y Drogodor buscaba desesperadamente alguna pista de lo que había ocurrido. Su único consuelo es que Amin no aparecía por ninguna parte.
Dicho consuelo duró poco. Fue Rhorcyn quien lo encontró.
Harkon Brazofuerte, su padre adoptivo, el hombre que le había dado propósito y familia, había sido levantado como un no-muerto de terrible poder. Una cosa monstruosa, enormemente fuerte, poseída por un hambre salvaje y voraz. Los restos de lo que había devorado...
El elfo no quiso pensar en ello.
La criatura se abalanzó sobre ellos con una fuerza casi imparable. Rhorcyn intentó detenerla, pero era como intentar frenar una avalancha. Fue Humbra quien salvó la situación, conjurando un pozo que atrapó a la abominación. Después materializó una enorme vaca sobre el hueco y finalmente llenó el improvisado pozo de aceite alquímico, prendiéndolo todo con un chispazo mágico.
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| Muerte por vaca, by Lorenzo Menetti |
Mientras contemplaba con ojos desenfocados aquel horno funerario, Rhorcyn comenzó a escuchar los lamentos. Una voz femenina, llena de dolor y desesperación.
Elienne.
Subió al piso superior a toda prisa, horrorizado y esperanzado a partes iguales. Solo para encontrarla.
O lo que quedaba de ella.
La señora de la casa, encadenada a su propia cama, había sufrido un final tan atroz que su espíritu no había encontrado paz. Ahora era una banshee naciente, retorcida por el dolor y la locura, su forma espectral flotando sobre el lecho ensangrentado. Cuando vio a Rhorcyn, su grito contenido amenazó con desatarse, pero algo en la mirada del elfo la detuvo.
"Los insectos..." susurró con voz quebrada que parecía venir de muy lejos. "Insectos rojos... con sus hoces... cortando, cortando todo..."
Su forma parpadeaba, inestable, como si estuviera siendo desgarrada entre este mundo y el siguiente.
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| Elienne Jalento, atormentada incluso tras la muerte |
"Harkon... nuestro Harkon... le hicieron... algo. ¡Algo horrible! ¡Sus gritos!"
Las lágrimas fantasmales corrían por su rostro translúcido.
"Y luego... luego lo soltaron... y Tavius..." Su voz se quebró completamente. "Me dijo... me dijo lo que iba a hacerle a Amin... con todo detalle... mientras Harkon... mientras me..."
Rhorcyn dio un paso adelante, reprimiendo su primer impulso de purificar a la criatura con violencia. Reuniendo el valor que le quedaba, extendió su mano hacia el espectro.
"Amin está vivo," dijo con voz firme pero gentil. "Te lo juro por mi honor. Está a salvo. Nadie le pondrá un dedo encima. Lo protegeré con mi vida."
El espíritu de Elienne pareció temblar, como si aquellas palabras fueran un bálsamo sobre heridas que trascendían la carne.
"¿De verdad?" susurró, y por un momento, en sus rasgos espectrales se vislumbró a la mujer que había sido. "¿Mi niño está... a salvo?"
"Te doy mi palabra," respondió Rhorcyn. "Y cumpliré las últimas voluntades de tu esposo. Mantendré su puesto en el Consejo. Lucharé contra la locura que amenaza esta ciudad. Y haré que los responsables de esto paguen por lo que os han hecho."
Elienne cerró los ojos. Una sonrisa triste cruzó su rostro mientras su forma comenzaba a desvanecerse, liberándose finalmente de las cadenas del dolor y la ira.
"Gracias..." susurró mientras se disolvía en la luz. "Cuida... de mi niño..."
Y desapareció como un jirón de niebla arrastrado por el viento, partiendo a la otra vida en paz.
Rhorcyn cerró los ojos con fuerza, luchando por evitar que se le anegasen de lagrimas. El astil de la lanza de Brazofuerte crujió mientras los puños se le crispaban por el dolor y la rabia. Cuando por fín fue capaz de abrirlos, vio las letras escritas groseramente, con sangre, en la pared del dormitorio.
NADA ACABA HASTA QUE YO DIGO QUE ACABA
Cuando las llamas finalmente se extinguieron y el último de los sirvientes mutados dejó de moverse, un silencio enfermizo se apoderó de la mansión Jalento. El aire estaba cargado con el olor a carne quemada y algo peor, algo que reconocían instintivamente como la presencia de magia corrupta. Todos los habitantes de la mansión y sus edificios anexos, incluyendo el viejo y desmejorado Ausio Carowyn, habían sido concienzudamente masacrados. Por mucho que buscaron, no encontraron superviviente alguno. Para su alivio, el cuerpo de Amin tampoco apareció por ninguna parte.
A pesar de que la dantesca escena del crimen removía sus entrañas hasta lo mas profundo, era hora de empezar a investigar a fondo, en busca de pistas que pudieran conducir al asesino o asesinos.
Drogodor fue el primero en registrar la escena con ojo profesional. Fragmentos de tela carmesí, marcas de armas serradas en las paredes, y lo más revelador: un pequeño amuleto con forma de mantis religiosa, caído en un charco de sangre medio seca. Lo levantó con cuidado, sosteniéndolo a la luz.
"Mantis Roja" pronunció en voz baja, confirmando lo que todos habían temido. Los mismos asesinos que había descrito la difunta Lady Jalento.
Pero el verdadero horror se reveló cuando examinaron los restos carbonizados de Harkon. Gûnther, con reverencia propia de quien ha visto demasiada muerte, apartó cuidadosamente la piel carbonizada del torso. Lo que encontró debajo hizo que incluso su férrea compostura se quebrara por un instante.
Bajo la caja torácica, alguien había levantado la piel con precisión quirúrgica, exponiendo las costillas. Y sobre esos huesos había glifos thassilónicos que pulsaban aún con luz mortecina y enfermiza. Los símbolos eran complejos, entrelazados en patrones que dolían a la vista. Después de grabarlos, el perpetrador había vuelto a coser la piel con puntadas meticulosas, ocultando el encantamiento. Era trabajo de artesano, de alguien que encontraba belleza perversa en su oficio.
Humbra se acercó, su rostro contorsionándose en una mueca de repulsión y reconocimiento. Las marcas en los bordes de la incisión contaban una historia aún más atroz.
"Fue hecho con él aún vivo" susurró. "El dolor era parte del ritual. Necesario para que la magia se aferrara."
Extendió su propio brazo, donde las cicatrices de hierros al rojo seguían visibles después de todos estos años, recordatorio de aquella noche en que Gaedren Lamm había llamado a cierto artesano para que le enseñara una lección.
"El Tatuador" pronunció el nombre como una maldición. "Solo él trabaja así."
Los demás guardaron silencio, procesando la magnitud del descubrimiento. Harkon había sido torturado, transformado en una abominación mientras aún respiraba, obligado a experimentar cada segundo de su propia profanación. Y luego había sido soltado sobre su propia familia, convertido en el instrumento de su destrucción.
El mensaje era claro. Esto no había sido solo un asesinato político. Era una obra maestra de crueldad, diseñada para causar el máximo dolor posible. Arte y advertencia, todo envuelto en sadismo refinado.
Cuando todo acabó, Rhorcyn abandonó la casa como un sonámbulo. Se dejó caer en el exterior, incapaz de procesar el horror de lo que había presenciado. Tenía los ojos vidriosos y parecía a punto de desmayarse por el shock.
Fue entonces cuando escuchó un aleteo.
Cuando alzó la mirada, se encontró con los ojos de Andreas, que le observaba atentamente, como si pudiera ver hasta la raíz de su ser.
"Te recuperarás. Te has asomado al abismo, pero te recompondrás. Y si sientes que no puedes... acude a mi."
Extendiendo unas sobrenaturales alas negras, similares a las de un cuervo, el misterioso guardián alzó el vuelo, dejando al dos veces huérfano Rhorcyn solo con sus atormentados pensamientos.
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| El Tatuador |
EL ÚLTIMO DE LOS JALENTO
La búsqueda de Amin Jalento se convirtió en una carrera desesperada durante las primeras horas tras la masacre. Los aventureros recorrieron sus lugares habituales, interrogaron a conocidos, preguntaron en los establecimientos que frecuentaba. Cada minuto que pasaba sin encontrarlo alimentaba tanto la esperanza como el terror. Si no estaba entre los muertos de la mansión, ¿dónde se encontraba? ¿Había conseguido escapar, o yacía en algún callejón oscuro, víctima tardía de los asesinos?
Fueron Drogodor y Hubra quienes finalmente dieron con su paradero, utilizando su red de contactos en el submundo de Korvosa. Amin había sobrevivido por el más fortuito de los azares. Aquella noche, en lugar de regresar directamente a la mansión tras despedirse de su hermanastro en la recepción, se había escabullido hacia la casa de Lenia, su amada lavandera. El romance era un secreto a voces dentro de la familia, para enorme disgusto del conservador Tavius, quien veía en aquel amor un simple escarceo irresponsable y adolescente. Pero aquella noche, ese idilio clandestino le había salvado la vida.
Cuando los aventureros le encontraron, oculto en el modesto hogar de Lenia en uno de los barrios más humildes de la ciudad, el cambio en el joven noble era palpable. El muchacho radiante que les había abrazado horas antes había desaparecido, reemplazado por un hombre marcado por una pérdida que apenas comenzaba a comprender. Sus ojos estaban enrojecidos por el llanto, pero había en ellos una determinación férrea que no había estado ahí antes. La tragedia había templado algo en su interior, forjando acero donde antes solo había juventud despreocupada.
Su primer impulso había sido volver a la mansión, enfrentarse a lo que quedara, buscar supervivientes. Pero Lenia, demostrando una sensatez que le honraba, le había retenido con argumentos irrefutables. Si los asesinos buscaban eliminar a toda la casa Jalento, regresar era una sentencia de muerte. Debían esperar, ocultarse, buscar ayuda. Y eso habían hecho.
Ahora, sentado en aquella habitación estrecha que olía a jabón y lavanda, con Lenia junto a él sosteniendo su mano, Amin escuchó en silencio mientras Rhorcyn le narraba lo que habían encontrado. No lloró. No gritó. Simplemente cerró los ojos con fuerza, como si quisiera grabar cada palabra en su memoria, cada detalle de cómo habían muerto los suyos.
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| Reunión de hermanastros |
Cuando Rhorcyn terminó, el silencio se extendió pesado entre ellos. Finalmente, Amin habló, y su voz sonaba diferente. Más grave. Más madura.
"Querrían que huyera," dijo. "Todos esperan que huya. Que abandone la ciudad, que me esconda en alguna propiedad lejana hasta que todo esto pase." Levantó la vista, y en sus ojos ardía algo que recordaba inquietantemente a la mirada de su padre. "No lo haré."
Se puso en pie, soltándose gentilmente de la mano de Lenia, y caminó hacia la pequeña ventana que daba a las calles de Korvosa. La ciudad se extendía ante él, caótica y peligrosa, pero era su ciudad. Su hogar.
"Mi padre dedicó su vida a mantener este lugar a flote. A oponerse a la locura, a la corrupción, a defender lo que era justo aunque nadie más lo hiciera." Su voz se quebró ligeramente, pero se recompuso. "Murió por ello. Todos murieron por ello. Y si huyo ahora, si abandono su legado, entonces habrán ganado. Habrán borrado a los Jalento como si nunca hubiéramos existido."
Se giró hacia Rhorcyn, y había lágrimas en sus ojos, pero también una resolución inquebrantable.
"Mantendré su puesto en el Consejo de Comerciantes. No sé cómo, probablemente tendré que luchar por cada voto, convencer a cada mercader de que un joven sin experiencia puede llenar los zapatos de Tavius Jalento. Pero lo haré. Y seguiré maniobrando contra la reina y sus locuras, aunque tenga que hacerlo desde las sombras."
Amin se acercó a su hermanastro y le tomó de los hombros.
"La mansión ya no es segura. Probablemente nunca volverá a serlo. Me quedaré aquí, con Lenia. Nadie espera encontrar al último heredero de una casa noble en una lavandería del barrio obrero. Es el mejor escondite que podría pedir."
Entonces, con un gesto que reflejaba toda la carga de lo que acababa de perder, añadió:
"Pero hay algo que mi padre quería, algo que le prometí que haría." Su voz se volvió más suave, casi vulnerable. "Quería darte nuestro apellido, Rhorcyn. Adoptarte formalmente como Jalento. Para que el nombre no muriera con ellos. Para que alguien digno lo llevara adelante."
Extendió su mano hacia el elfo.
"Acepta, hermano. Por favor. Que al menos una cosa buena salga de esta noche maldita. Que los Jalento sigan existiendo, aunque sea en dos personas escondidas en los rincones de esta ciudad podrida."
Rhorcyn aceptó la mano, y el apellido. Pero cuando intentó pronunciar las palabras de agradecimiento, apenas pudo articular un susurro ronco. El peso de todo lo acontecido, de todo lo presenciado, comenzaba a cobrar su precio.
LAS NOCHES SIN SUEÑO
Los primeros días después de la masacre, Rhorcyn funcionaba por pura inercia. Se levantaba, se armaba, cumplía con sus deberes en la Guardia. Respondía cuando le hablaban. Comía cuando debía comer.
Pero estaba vacío.
Por las noches era peor. Mucho peor.
Los sueños llegaban con la regularidad de la marea. No eran pesadillas en el sentido convencional. No había monstruos persiguiéndole, ni escenas de horror repetidas una y otra vez. Era algo mucho más sutil, mucho más insidioso.
Escuchaba el llanto de Elienne. Suave, distante, como si viniera de otra habitación. A veces eran solo susurros, voces que hablaban en lenguas que no comprendía pero que de alguna forma entendía en su significado más profundo.
Los estertores de Harkon al arder. El crepitar de las llamas consumiendo lo que había sido su padre.
Y sobre todo, el servicio. Todos ellos, de pie en el umbral de su habitación, mirándole en silencio. Sin acusación, sin ira. Solo mirándole con esos ojos que ya no veían el mundo de los vivos.
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| Noches sin sueño |
Se despertaba empapado en sudor frío, con el corazón martilleando en su pecho. Pero lo peor era que cuando abría los ojos, durante un terrible instante, aún podía verlos. Sombras en las esquinas de la habitación. Presencias que desaparecían cuando parpadeaba.
Se estaba volviendo loco.
Lo sabía. Sus compañeros lo sabían. Podía verlo en sus miradas de preocupación, en la forma en que Gûnther le observaba como si estuviera evaluando si seguía siendo apto para el combate.
Humbra, extrañamente, parecía comprenderlo mejor que nadie. El mediano había estado en un lugar similar, había mirado al abismo y el abismo le había devuelto la mirada. Pero Humbra había encontrado algo en ese abismo. Poder. Propósito. Una conexión con fuerzas antiguas que le habían transformado.
Rhorcyn solo sentía el peso de los muertos.
EL LIBRO DE LAS ALMAS PERDIDAS
Finalmente, el elfo acudió a Andreas en el templo de Pharasma.
El misterioso sirviente de la Señora de las Tumbas le recibió en una estancia privada, lejos de miradas curiosas. Allí le explicó lo que ya sospechaba: algo se había roto en su mente durante aquella noche terrible. Ahora tenía un atisbo del mundo de los que han perecido.
"La pena y la culpa pueden volverte loco," le dijo Andreas con voz serena. "O darte un propósito."
Le entregó entonces un pesado volumen encuadernado en cuero negro. El Libro de las Almas Perdidas.
"Contiene tanto conocimiento como consuelo. Y para algunos, una nueva vocación."
Le explicó que si sentía esa vocación, si deseaba profundizar en ella, debía regresar una vez leído el libro. Entonces, Andreas le tomaría bajo su servicio.
Rhorcyn aceptó el volumen con manos temblorosas. En su interior, algo había cambiado irrevocablemente. Ya no era el mismo elfo que había entrado en aquella casa. La pregunta ahora era: ¿en quién se convertiría?
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| El Libro |
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| Cressida con la guardia alta |
Las mazmorras más profundas de la Ciudadela Volshyenek eran un lugar donde la luz del sol era un recuerdo lejano. Descendieron por escaleras de piedra húmeda, pasando celdas vacías que olían a desesperación y olvido, hasta llegar al nivel más bajo. Allí, en una celda apartada de todas las demás, custodiada por dos guardias que parecían profundamente incómodos con su tarea, encontraron a Jolistina Susperio.
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| Jolistina en sus aposentos |
"Oh," susurró con voz cascada, "los héroes vienen a visitar a la pobre Jolistina. ¿Habéis venido a presumir? ¿A restregarme vuestra victoria?" Se rió, un sonido quebrado que hacía daño escuchar. "O quizás... quizás habéis venido porque necesitáis algo. Sí, eso es. Puedo verlo en vuestra haaaaaaambrienta mirada."
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| ¡¡¡HAHAHAHAHAHAHA!!! |
"¡Está muerto! ¡Mi amor está muerto! ¡Y ella lo usa como títere! ¡Como excusa! ¡Como coartada!"
LA DECISIÓN
Una noche, incapaz de soportar más las sombras de su habitación, Rhorcyn salió a caminar por las calles vacías de Korvosa. Sus pasos le llevaron, quizás inevitablemente, al Santuario de Pharasma.
La Gran Catedral se alzaba contra el cielo nocturno como un centinela de piedra, sus torres gemelas alcanzando las estrellas. Incluso a esas horas, el templo nunca dormía del todo. Siempre había alguien velando, siempre había luces encendidas en las ventanas superiores.
Andreas le estaba esperando en el atrio.
El Vanth no mostró sorpresa al verle. Simplemente asintió, como si hubiera sabido todo el tiempo que Rhorcyn vendría eventualmente. Sin palabras, le indicó que le siguiera.
Subieron por escaleras de caracol, atravesaron pasillos silenciosos donde el eco de sus pasos parecía resonar en la eternidad, hasta llegar a una pequeña cámara en una de las torres. Era un lugar austero. Una mesa, dos sillas, estantes llenos de libros y pergaminos. Y sobre la mesa, un pesado volumen encuadernado en cuero negro.
"Lo has leído" dijo Andreas. No era una pregunta.
Rhorcyn asintió. Había leído el Libro de las Almas Perdidas de principio a fin. Dos veces. Después una tercera, más despacio, dejando que las palabras calaran en lo más profundo de su ser.
El libro no ofrecía consuelo fácil. No prometía que el dolor desaparecería o que los fantasmas dejarían de visitarle. Lo que ofrecía era algo diferente: comprensión. Un marco para entender lo que le estaba ocurriendo. Y más importante, un propósito para canalizarlo.
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| "Lo has leído" |
"Las voces" dijo Rhorcyn, su voz ronca por el desuso. "Los susurros. El libro dice que son... reales."
"Lo son" confirmó Andreas. "Tu mente se rompió aquella noche. Pero no se rompió de cualquier manera. Se abrió. Ahora ves lo que otros no pueden ver. Escuchas lo que otros no pueden escuchar. El velo entre los mundos se ha vuelto transparente para ti."
"¿Y eso me convierte en loco o en un vidente?"
"Depende de ti." Andreas se inclinó hacia adelante, sus ojos oscuros fijos en Rhorcyn. "La pena y la culpa pueden consumirte. Puedes dejar que las voces te arrastren hacia la locura, ahogándote en el peso de los muertos. O puedes darles un propósito. Convertir tu dolor en algo más grande que tú mismo."
Rhorcyn cerró los ojos. Podía sentirlos incluso ahora, en los límites de su percepción. Los espíritus que vagaban por la ciudad. Los que habían muerto en la plaga. Los asesinados en las calles. Los que no encontraban descanso.
"El Código del Guardián" murmuró. "Lealtad absoluta. Respeto por el flujo de las almas. Protección de los inocentes..."
"Un camino difícil" dijo Andreas. "Una vez dado el primer paso, no hay vuelta atrás. Ni siquiera en la muerte. Tu servicio no terminará cuando tu corazón deje de latir. Continuará, de una forma u otra, por toda la eternidad."
"¿Y si fracaso?"
"Todos fracasan en algún momento. Pero el fracaso no es el fin, sino parte del camino. Lo que importa es tu voluntad de levantarte y continuar."
Rhorcyn abrió los ojos. En ellos ardía algo que no había estado ahí antes. Una chispa de determinación que la desesperación no había podido apagar del todo.
"Harkon" dijo en voz baja. "Elienne. Todo el servicio. Murieron porque alguien violó el orden natural. Los levantaron como abominaciones, les robaron su descanso eterno. Los usaron como armas."
"Sí."
"Y seguirá ocurriendo. Mientras la reina y sus aliados sigan en el poder. Mientras El Tatuador y otros como él caminen libres."
"Sí."
"Entonces ya he tomado mi decisión."
Andreas asintió lentamente. Se puso en pie y caminó hacia la ventana, contemplando la ciudad dormida bajo las estrellas.
"Acompáñame."
EL JURAMENTO
Los tejados de la Gran Catedral eran un mundo aparte.
Rhorcyn nunca había estado tan alto. Bajo sus pies se extendía toda Korvosa, un mar de tejados y torres que se perdía en la oscuridad. A esta altura, el viento soplaba con fuerza constante, trayendo el olor a sal del mar y los ecos lejanos de la ciudad nocturna.
Pero era el cielo lo que capturaba toda su atención.
Las estrellas brillaban con una intensidad que nunca había visto, como si al estar más cerca de ellas pudiera percibir su verdadera naturaleza. Y entre las estrellas, podía ver... otras cosas. Corrientes de luz tenue que fluían y se entrelazaban. Sombras que no eran realmente sombras. El velo entre los planos, casi visible en este lugar liminal.
Andreas estaba de pie en el centro de un círculo de símbolos grabados en la piedra del tejado. Rhorcyn no los había visto antes, pero ahora brillaban con una luz etérea, pálida como el reflejo de la luna en agua quieta.
El Vanth había dejado caer cualquier apariencia de mortalidad. Su verdadera forma se revelaba ahora: una figura alta y sombría, envuelta en vendas oscuras que flotaban sin viento que las moviera. Su máscara, con forma de cráneo estilizado, reflejaba la luz de las estrellas. Y de su espalda brotaban alas de un negro absoluto, como si estuvieran hechas de la noche misma.
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| El Juramento |
"Acércate" ordenó Andreas, y su voz resonaba con un poder que hacía vibrar el aire.
Rhorcyn avanzó hasta el borde del círculo. Cada paso parecía llevarle más lejos del mundo que conocía y más cerca de algo vasto e incomprensible. Cuando entró en el círculo, sintió como si cruzara un umbral invisible. El sonido de la ciudad se desvaneció por completo. El viento dejó de soplar. Todo quedó en un silencio absoluto.
Solo quedaron ellos dos. Y las estrellas. Y los muertos, observando desde más allá del velo.
"Arrodíllate" dijo Andreas.
Rhorcyn obedeció. No sintió el duro frío de la piedra bajo sus rodillas. Era como si estuviera arrodillándose sobre algo más fundamental que la materia. Espacio. Tiempo. Destino.
Andreas extendió su mano hacia él. En su palma apareció un símbolo brillante: la espiral de Pharasma, representando el ciclo eterno de nacimiento, vida, muerte y renacimiento.
Cuando habló, su voz pareció multiplicarse, como si cien voces hablaran al unísono:
"Por los designios de Pharasma, diosa del destino y la muerte, y en nombre de los Guardianes de los Muertos que sirven su voluntad, te llamo a ti, Rhorcyn Jalento, para que te unas a nuestra causa en la búsqueda de la verdad y el equilibrio en el mundo de los vivos."
Rhorcyn sintió el peso de esas palabras asentarse sobre sus hombros como un manto. Podía rechazarlo. Aún podía levantarse y alejarse. Esta era su última oportunidad.
Pero cuando abrió la boca, solo había una respuesta posible:
"¿Estás dispuesto a aceptar este sagrado deber y jurar lealtad a nuestro propósito?"
"Sí, estoy dispuesto." Las palabras salieron firmes, sin vacilación.
"¿Cumplirás con el Código del Guardián, sin eludir ninguno de sus dictados?"
"Sí, lo cumpliré."
Andreas asintió, y el símbolo en su mano brilló con más intensidad.
"Entonces, jura ante los cielos y las estrellas, ante los espíritus de los difuntos y las almas que aguardan su juicio. Jura por tu honor y tu devoción, que cumplirás con esta misión con toda tu fuerza y sabiduría, que protegerás el equilibrio del cosmos y restaurarás la armonía en la ciudad de Korvosa."
Rhorcyn levantó su mano derecha. Mientras lo hacía, pudo verlos con claridad por primera vez. Los espíritus. Los muertos. No como sombras o pesadillas, sino como eran realmente: almas atrapadas entre mundos, esperando guía, esperando justicia, esperando liberación.
Vio a Harkon, no como el monstruo en que había sido convertido, sino como el hombre que había sido. Su padre, orgulloso y fuerte, asintiendo con aprobación.
Vio a Elienne, ya no retorcida por la agonía, sino en paz, sonriendo con tristeza.
Vio a los sirvientes, todos ellos, liberados de su servidumbre antinatural, simplemente observando con gratitud.
Y más allá de ellos, vio a incontables otros. Las víctimas del Velo Carmesí. Los asesinados en los disturbios. Todos los que habían caído en Korvosa y clamaban por justicia, por orden, por alguien que protegiera su tránsito hacia el más allá.
Con voz que resonó como el tañido de una campana funeral, Rhorcyn pronunció el juramento:
"Juro por mi vida y mi alma, por los vivos y los muertos, por los cielos y la tierra, que llevaré a cabo esta misión con honor y cumpliré con la voluntad de Pharasma hasta el final de mis días."
En el momento en que las palabras dejaron sus labios, sintió el cambio.
No fue doloroso. Fue como sumergirse en agua helada y descubrir que podías respirar bajo ella. Todo su ser se transformó, se realineó, se recalibró a un nuevo propósito.
La espiral de Pharasma apareció brevemente en su frente, brillando con luz plateada, antes de desvanecerse dejando una marca invisible pero permanente. Sus ojos, cuando se abrieron completamente, brillaron por un instante con el mismo tono argénteo.
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| El cambio |
Andreas colocó su mano sobre la de Rhorcyn, sellando el juramento.
"Álzate, guardián del umbral entre los mundos. Álzate, espada de los sin voz. Álzate, mi Ujier Mortal."
Rhorcyn se puso en pie. Pero ya no era el mismo que se había arrodillado.
El peso de los muertos seguía ahí, pero ya no era una carga insoportable. Era un recordatorio. Una responsabilidad. Un propósito. Las voces seguirían llegando, pero ahora sabía escucharlas sin perderse en ellas. Los fantasmas seguirían buscándole, pero ahora podría guiarlos.
Y los que violaban el orden natural de la muerte, los que profanaban el descanso de los muertos, los que convertían almas en armas... Esos descubrirían que Rhorcyn Jalento ya no era simplemente un guardia de Korvosa.
Cuando el elfo descendió de los tejados de la catedral, el amanecer comenzaba a teñir el horizonte de rosa y oro. La ciudad despertaba lentamente, ajena a la transformación que había tenido lugar bajo las estrellas.
Sus compañeros notarían el cambio. No inmediatamente, quizás, pero pronto. Había algo diferente en su porte, en su mirada, en la forma en que se movía. Como si llevara consigo un fragmento del más allá.
La masacre de la Casa Jalento había marcado un punto de inflexión. Ya no se trataba solo de sobrevivir en una ciudad caótica. Ahora sabían con certeza que la reina era su enemiga, y que no se detendría ante nada para eliminar cualquier oposición.
Rhorcyn miró hacia el Castillo Korvosa, donde el Trono Carmesí esperaba en su salón de mármol y sangre. Ileosa pensaba que podía jugar con la muerte impunemente. Pensaba que podía levantar a los muertos como marionetas para sembrar el terror.
Se equivocaba. La guerra silenciosa había comenzado. Y en esa guerra, tenían una nueva arma. Un guardián que caminaba entre dos mundos.
Un guerrero consagrado a proteger el sagrado flujo de las almas.
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| Rhorcyn Jalento, Ujier Mortal |






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