 |
| Kifo, mganga de Huzuni |
—Los cuatro menhires sagrados marcan los límites de nuestro territorio—continuó Kifo—. Son... guardianes. Puntos de poder. Pero desde que la Bestia apareció, desde que comenzaron las muertes, creo que han sido corrompidos. La furia de la criatura, su presencia antinatural, ha envenenado los lugares sagrados. Y mientras permanezcan contaminados, la tierra seguirá enfermando.
—¿Y qué queréis que hagamos?—preguntó Aurrunn.
—Que los parifiquéis—respondió Kiongozi—. Visitad los cuatro menhires. Enfrentad lo que encontréis allí. Limpiadlos. Es... es una tarea grande para pedir a jóvenes en su Ol-gesher, lo sé. Pero...
Se detuvo, y por primera vez desde que lo conocieron, pareció verdaderamente viejo. Cansado más allá de las palabras.
—Pero ya no sé si tengo la fuerza para hacerlo yo mismo—admitió en voz baja— y no puedo confiársela a mi gente.
Kifo lo miró con algo que podría haber sido compasión. O recriminación. O ambas cosas.
—Hay más—dijo ella—. Algo que debéis ver. Algo... que os concierne directamente.
El destino de Ojos Muertos
En un rincón apartado de la tienda de Kifo, sobre una estera tejida y cubierta con una manta decorada con símbolos de protección, yacía un cuerpo.
Korag lo supo antes de que Kifo apartara la manta. Lo supo con una certeza que era como un cuchillo en sus entrañas.
El cabello blanco como nieve. La piel pálida como leche. Los rasgos delicados que nunca envejecerían ahora.
Zellara.
 |
| Bibi Machofu, Señora de los Ojos Muertos |
—No—la palabra salió como un gemido—. No, esto no es... ella está... en Korvosa, ella murió en Korvosa, su espíritu está en las cartas, yo...
—¿De qué hablas?—preguntó Aurrunn, confundida—. ¿Quién es esta humana?
—Se llama Zellara—respondió Korag, su voz rota—. Yo... la conocía. En Korvosa. Ella... ella fue asesinada. Su espíritu quedó atrapado. Yo juré... yo juré traerla de vuelta.
Aurrunn y Nornohor intercambiaron miradas preocupadas, pero ninguno fue capaz de decir nada.
—Jover guerrero—dijo Kifo suavemente—. No hay ningún lugar llamado Korvosa en estas tierras. Esta humana llegó a nuestro territorio hace una semana. Viva.
—¡No!—Korag se giró hacia ellos—. Eso no es verdad. Yo la conozco desde que era un cachorro. Crecimos juntos. Compartíamos...
—Debes sumergir la cabeza bajo el agua si deseas cruzar el lago—dijo con un extraño tono compasivo la chamana, apoyando con delicadeza una liviana zarpa en su hombro. Como si esas palabras debieran aplacarle o consolarle.
Korag quería gritar. Quería sacudirlos hasta que entendieran. Pero algo en sus voces—algo en su paciencia infinita—lo detuvo. Súbitamente, algo hizo clic en su ment.
Sumergir la cabeza bajo el agua. No luchar contra ella. No intentar respirar sobre su superficie. Sino sumergirse. Aceptar. Dejar que te cubra completamente. Si deseas cruzar el lago, debes aceptar el agua como tu realidad. Aceptar que el Ol-gesher era real para completar el rito y aprender lo que debía aprender. Inhaló largamente, cerró los ojos.
Cuando los abrió de nuevo, Kifo se había arrodillado cuidadosamente junto al cuerpo de la humana.
—Llegó hace una semana—dijo—. Una adivina, decía. Con sus naipes coloridos. Pero la gente vio su extrañeza y tuvo miedo. Es albina, sus ojos no ven como los nuestros. La gente empezó a llamarla Bibi Machofu, Señora de los Ojos Muertos, incluso antes de que cosas malas empezaron a suceder...
Contó la historia entonces. La plaga en el ganado. El aborto. El tótem manchado de sangre. La mujer y su hija despedazadas, con los amuletos de Zellara entre los restos. Cómo Njaa había soliviantado a los guerreros. Cómo habían ido a la cueva con antorchas. Cómo la Bestia había aparecido para protegerla.
—Entonces, ella se alzó sobre nuestros guerreros sin miedo, e hizo una profecía.—Se volvió hacia Korar, mirándole con intensidad.—"Mi destino no estará escrito hasta que llegue el ungido en sangre. El que nunca despertó. El que camina dormido entre dos mundos."
Fue entonces cuando Njaa se acercó sigilosamente por la espalda de la humana. La golpeó brutalmente y la utilizó para amedrentar a la Bestia, que terminó por huir por temor a que matasen a su señora. Después, trajeron a la prisionera inconsciente al poblado.
—Y nunca despertó—terminó Kifo—. He intentado ayudarla. Pero sus heridas no son del cuerpo. Son del espíritu. Hay algo que la mantiene aquí, algo que no la deja irse ni despertar.
Korag se arrodilló junto a Zellara. Sus manos temblaban cuando se extendieron, casi tocando pero sin atreverse a completar el contacto. Y en ese momento, mirando su rostro dormido, sintió algo abrirse en su pecho—algo que había mantenido cerrado durante tanto tiempo que había olvidado que estaba allí.
No era solo amistad lo que sentía por ella. Nunca había sido solo amistad. Era algo más profundo. Más doloroso. Algo que ninguno de los dos había sido capaz de nombrar cuando vivían sus vidas entrecruzadas. Un amor imposible entre un félido y una humana, entre dos almas marcadas por jaulas y soledad.
Un amor que los había salvado y condenado a la vez.
—Hay... hay una manera—dijo Kifo de repente, su voz apenas un susurro.
Korag la miró.
—Podría matarla—continuó la chamana—. Completamente. Cortar el hilo que la ata a este mundo. Y entonces... entonces podría intentar traerla de vuelta. Revivirla. Tengo el conocimiento. Los rituales. Si funciona...
Su voz se quebró ligeramente.
—Si funciona, sabré que es posible. Que puedo... que puedo traer de vuelta a otros que he perdido.
En aquella propuesta, Korag vió reflejada su propia desesperación. Su vagar por los templos, buscando como resucitarla, como traerla de vuelta. En aquel momento, parecía el único curso de acción. Pero ahora, verla allí tumbada, con su pecho subiendo y bajando... Y sin embargo ahora sería tan fácil alcanzar por fín ese anhelo. La duda removió sus entrañas. Su boca se entreabrió deseoso de saber mas. Y fue en ese momento cuando topó con los ojos de Aurrunn.
Su hermana del alma le miraba con intensidad, su semblante contraído en un gesto adusto de rechazo. Interpretando aquella mirada de su camarada como una pregunta, negó de una manera lenta y categórica. Nornohor la imitó al cabo, pero su atención estaba centrada en la mganga. Con párpados entornados miraba a la curandera como si viera en ella algo que le hizo contraer la mandíbula...
Y cuando siguió su mirada y contempló con atención los ojos Kifo, fue cuando por fín vió lo mismo que veían sus hermanos. Había algo desesperado en sus ojos. Algo hambriento y terrible.
—NO—dijo Korag, de repente, sacudiéndose cualquier duda. La palabra salió como un rugido de su pecho—. ¡No! No voy a dejar que la mates. No voy a...
—Korag—Kifo se acercó—. Puede que sea la única manera de salvarla. Si la dejo como está, podría quedarse así para siempre. Atrapada entre mundos. Pero si la corto limpiamente y la traigo de vuelta...
—He dicho que no—Korag se puso de pie, mostrando instintivamente los colmillos—. Buscaremos otra manera. Los menhires. Dijiste que debemos purificar los menhires. Haremos eso. Y encontraremos la manera de despertarla sin... sin matarla primero.
Kifo lo miró durante un largo momento. Luego asintió, pero había decepción en su rostro. Y algo más oscuro debajo.
—Entonces id—dijo—. Purificad los menhires. Empezad con la colina de los muertos al sur. Luego la cueva al norte. La cascada al oeste. Y finalmente las llanuras al este. Cada uno os mostrará algo. Cada uno os preguntará algo. Y tal vez... tal vez al final encontréis las respuestas que buscáis.
—¿Y si respondemos mal a esas preguntas?—preguntó Korag.
Kifo lo miró con esos ojos profundos.
—No hay respuestas incorrectas, viajero. Sólo tu respuesta.
Kiongozi los acompañó a la salida. Antes de dejarlos partir, puso una mano sobre la de Korag.
—Gracias—dijo simplemente—. Por ayudarnos. Por... por hacer lo que yo ya no puedo.
Y había tanto cansancio en esas palabras. Tanto peso. Como si finalmente hubiera encontrado a alguien en quien depositar una carga que había llevado durante demasiado tiempo.
La Oferta del Cazador
La noche había caído sobre Huzuni cuando salieron de la tienda de Kiongozi. El aire estaba lleno del humo de fogatas y el olor a carne asada. El poblado, a pesar de su miedo y sus problemas, seguía viviendo.
Aurrunn los guió hacia un espacio abierto cerca del centro del poblado. No era exactamente una taberna, pero funcionaba como tal. Bajo las ramas de una acacia retorcida había un toldo de paja, un fuego rodeado por una sencilla cocina, y el sonido de voces bajas en conversación.
Los tres wenzi wa roho se acercaron, sus orejas plegándose hacia el sonido del chisporroteo y sus fosas nasales dilatándose. Desde las sombras del chamizo, una anciana de pelaje descolorido por el sol, moviéndose con una pausada lentitud que casi parecía ritual, les asignó su porción: bandejas bajas de madera con brochetas de nyama choma aún humeantes —dados de antílope, tostados con sal ahumada y pimienta—, un montón de ugali caliente para sostener la carne y un cuenco común de kachumbari fresco y picante.
En sus zarpas recibieron también calabazas secas llenas de pombe turbio para beber. Fuerte y amargo, pero reconfortante.
Encontraron una estera libre y se reclinaron en ella con la fluidez de su estirpe, formando un triángulo íntimo alrededor de la comida compartida. Aurrunn hundió sus dientes en la carne con un gruñido de satisfacción primordial; Nornohor moldeó el ugali con calma deliberada, usándolo para recoger la ensalada. Korag, tras observar a sus hermanos, tomó una brocheta.
El sabor de la carne salvaje y sencilla, de la grasa y el humo, fue un impacto de realidad en su ser: no era el magro sustento de Korvosa, sino algo sencillo y honesto. Ancestral.
 |
| La taberna de Huzuni |
Mientras la calabaza de pombe pasaba de mano en mano y el cielo se teñía de púrpura, sentados en la estera polvorienta, fueron por un momento simplemente una manada descansando, reconfortada por el fuego comunitario y el ritual sencillo de compartir.
—Así que—dijo Aurrunn, tomando un largo trago de pombe y eructando sonoramente después—. ¿Qué pensáis? ¿Ayudamos al viejo jefe y a su chamana loca?
Antes de que Korag pudiera responder, una sombra cayó sobre ellos.
Njaa.
Era aún más imponente de cerca, sin la distracción del conflicto o el drama. Pura masa muscular y cicatrices, sus ojos ámbar brillando a la luz del fuego. El collar alrededor de su cuello pulsaba suavemente con su brillo carmesí.
Se sentó sin pedir permiso, el movimiento haciendo crujir la estera bajo su peso.
—Viajeros—dijo, su voz un gruñido bajo—. He oído que Kiongozi os ha pedido que purifiquéis los menhires.
—Así es—respondió Nornohor con cautela.
—Bien—Njaa escupió en el suelo—. Escuchad. El viejo chochea. Ya no tiene la fuerza para liderar. Se pasa los días lamentándose por el pasado, incapaz de tomar decisiones. Y Kifo...
Su labio se curvó en desprecio.
—Kifo es una loca que babea con los muertos. Usa artes oscuras. Artes que nunca deberían ser usadas. Todo este desastre con la Bestia, con los menhires corrompidos, es culpa de sus rituales pervertidos. Kiongozi debería haberla exiliado o ejecutado hace años, pero el muy bobo aun la ama...
Tomó la calabaza de pombe sin que nadie se lo ofreciera y lo bebió de un largo y gorgoteante trago, haciendo parpadear a los tres compañeros.
—Hay una solución simple—continuó como si nada, relamiéndose y mostrando unos enormes colmillos—. Matar a la Bestia. Ayudadme a matarla. Cuando lo hagamos, cuando demuestre que soy lo suficientemente fuerte para proteger este poblado, seré jefe. Y pondré orden. Orden de verdad, no las débiles vacilaciones de Kiongozi.
Miró a cada uno de ellos con ojos que no admitían negativa.
—¿Qué decís? ¿Me ayudaréis?
El silencio que siguió fue tenso. Korag miraba a Njaa, recordando la bofetada que había dado a Shahidi. Recordando el miedo en los ojos del cachorro. A juzgar por como abultaba la mandíbula prieta de Aurrunn, ella parecía compartir su opinión sobre el jefe de cazadores. Pero antes de que ninguno de los dos dijera nada inconveniente...
—Lo pensaremos—dijo finalmente Nornohor, su voz cuidadosamente neutral.
Njaa gruñó, insatisfecho con la respuesta pero sin presionar más. Se puso de pie con la misma brusquedad con la que se había dejado caer. Korag tomó buena nota de que, además de grande y fuerte, era ágil. Como un verdadero depredador.
—Pensadlo rápido—masculló—. Cada día que pasa, más gente muere. Y yo no esperaré eternamente a que el viejo encuentre su coraje.
Hizo ademán de retirarse, pero se detuvo un instante, pensándoselo mejor. Su rostro no estaba hecho para suavizarse. Pero de alguna manera, consiguió mostrar un gesto algo mas afable.
—No soy el monstruo que creéis, extranjeros.—Declaró con tono ronco, categórico.—Quiero al viejo. El me dió un hogar cuando vagaba sin rumbo. Me enseñó a amar esta tierra y a sus gentes. Pero la edad ha hecho mella en él. Nuestro pueblo sufre. Hago lo que debe hacerse. No penséis que encuentro ningún placer en ello.
Se marchó, dejando un silencio incómodo tras él.
—Me desagrada—dijo Aurrunn finalmente, con un gruñido de aversión que escapó de entre sus colmillos mientras se esforzaba por no levantar la voz—. Hay algo... equivocado en él. Algo más allá de su rudeza.
—Ha sido una curiosa visita. Y una curiosa oferta. El collar—murmuró Nornohor—. ¿Lo notasteis? Late débilmente con magia. Como si estuviera vivo.
—Quizás sea lo que alimenta la fuerza de ese salvaje—añadió Korag.
Bebieron en silencio por un momento, cada uno perdido en sus propios pensamientos.
—Deberíamos investigar—dijo Aurrunn de repente—. Antes de comprometernos con cualquier plan. Los buenos cazadores no actúan sin conocer el terreno.
—La cueva—dijo Korag—. Kiongozi dijo que Zellara se refugió en una cueva cuando la echaron del poblado. Deberíamos verla.
Nornohor asintió lentamente.
—Ver dónde todo comenzó. Sí. Puede que nos transmita algo que las simples palabras no pueden.
La Raíz de la Tragedia.
La cueva estaba a media hora de camino del poblado, adentrándose en el bosque donde los árboles crecían más densos y las sombras se alargaban incluso bajo el sol del mediodía. No era difícil de encontrar—el camino había sido pisado muchas veces, primero por Zellara yendo y viniendo, luego por la turba enfurecida con sus antorchas.
La entrada era una grieta en una formación rocosa cubierta de musgo y enredaderas. No era particularmente grande ni impresionante, pero había algo en ella que hacía que el pelaje de Korag se erizara instintivamente.
—Huele a... miedo—dijo Aurrunn, olfateando el aire—. Viejo. Pero todavía presente.
Por todas partes, había rastros de paso y vegetación pisoteada, que rodeaba la entrada de la cueva delatando la trágica escena que había acontecido. Mientras Nornohor examinaba con curiosidad una antorcha largo tiempo apagada y abandonada, Aurrunn se agachó, examinando las huellas con ojo experto de cazadora.
—Aquí—señaló—. Félidos. Grandes. Cazadores o guerreros. Viajando en grupo. La turba. Y aquí...
Sus dedos trazaron otras marcas en la tierra seca.
—Marcas de arrastre. - Corroboró Korag. - Dos félidos llevando un peso entre ellos. Zellara, supongo. Inconsciente.
—Y aquí—Nornohor señaló unas marcas diferentes, más profundas, más amplias—. La Bestia. Saltó desde dentro de la cueva. Las marcas son explosivas. Furiosas.
Korag miraba todo esto, su mente reconstruyendo la escena. Zellara saliendo de la cueva, impasible. Las antorchas apagándose. La Bestia emergiendo. El caos. La violencia.
Todo encajaba con lo que les habían contado.
—Entremos—dijo—. Veamos qué más podemos encontrar.
El interior de la cueva era fresco y húmedo. La luz del día penetraba solo unos metros antes de que la oscuridad se volviera absoluta. Encendieron antorchas, y las sombras danzaron en las paredes irregulares.
La cueva se adentraba más de lo que había parecido desde fuera. El túnel descendía gradualmente, retorciéndose, abriéndose ocasionalmente en pequeñas cámaras antes de estrecharse de nuevo. Los restos del campamento de Zellara aún estaban allí, abandonados a los elementos. Una pequeña fogata apagada, cuyas cenizas habían sido dispersadas. Algunos trozos de tela, probablemente de un lecho improvisado. Un cuenco de barro roto.
—Vivió aquí—murmuró Nornohor, señalando los restos de otra fogata en una de las cámaras—. Más profundo de lo que esperaría. Lejos de la luz. Como si... como si se escondiera de algo más que la gente del poblado.
Siguieron adelante, y la cueva continuaba. Más profunda. Más oscura. El aire se volvía más pesado, cargado con algo que no era solo humedad.
Era opresión. Dolor antiguo. Ecos de algo terrible.
Y entonces llegaron a la cámara final.
Era más grande que las otras, el techo alzándose en una bóveda natural que sus antorchas apenas iluminaban. Y en el centro, fijadas a la roca sólida con argollas de hierro negro...
Cadenas.
No eran cadenas ordinarias. Eran masivas, cada eslabón del grosor del brazo de Korag. El tipo de cadenas que se usarían para amarrar un dragón, o algo igualmente monstruoso.
—Por los ancestros—susurró Aurrunn.
Las cadenas no eran nuevas. Estaban viejas, cubiertas de óxido en algunos lugares, pulidas por el uso en otros. Los extremos estaban abiertos, como si quien fuera que se hubiera encadenado allí lo hubiera hecho voluntariamente, colocando las argollas alrededor de sus propias muñecas y tobillos.
Pero era la piedra alrededor lo que contaba la historia verdadera.
Estaba destrozada. Arañada. Marcada por garras enormes que habían rasgado la roca sólida como si fuera arcilla. Los zarpazos se superponían en capas—algunos tan viejos que apenas se distinguían, erosionados por el tiempo. Otros más recientes, aún afilados, con pequeños fragmentos de piedra esparcidos en el suelo.
Y los más recientes de todos... Korag se agachó junto a una serie de marcas particularmente profundas. Pasó su dedo por ellas. No más de un mes, quizás menos.
—Alguien venía aquí a encadenarse—dijo Nornohor, su voz apenas un susurro—. Regularmente. Durante años.
—Pero ¿por qué?—Aurrunn se acercó a las argollas, examinándolas—. ¿Qué podría hacer que alguien...?
Se detuvo. Sus ojos se abrieron de par en par.
—Sangre. Hay sangre.
Era cierta. En las argollas, en las grietas del metal, había restos de sangre reseca. Vieja, pero no tan vieja como las cadenas mismas. Korag se acercó, olió.
Y supo.
—Este olor—dijo lentamente—. Lo he olido antes. Recientemente.
Aurrunn también olfateaba, su nariz de cazadora trabajando. Luego sus ojos se encontraron con los de Korag.
—El poblado—susurró—. Alguien del poblado. Pero no puedo identificar quién exactamente. El olor está mezclado con... con algo más. Algo equivocado.
—Magia—dijo Nornohor—. O maldición. Algo que enmascara el olor natural.
Korag se alejó de las cadenas, mirando la cámara completa. Las marcas en las paredes. Las cadenas oxidadas pero usadas. La sangre reseca. Todo pintaba una imagen terrible.
Alguien del poblado venía aquí. Se encadenaba. Y entonces... algo sucedía. Algo que hacía que esa persona rasgara la piedra sólida con garras que no debería tener.
—Alguien en Huzuni lleva la licantropía. Y venía aquí para encadenarse cuando la transformación lo tomaba. Para proteger al poblado—musitó con extraña certeza Nornohor, como si lo sintiera en las propias paredes—. De sí mismo.
—Hasta que ya no pudo—completó Aurrunn—. Cuando la bruja humana decidió refugiarse justo aquí
El silencio en la cámara era opresivo, pesado con el peso de secretos y horrores apenas contenidos. Las sombras parecían moverse en los bordes de la luz de sus antorchas, como si los ecos de transformaciones pasadas aún resonaran en este lugar maldito.
—Deberíamos irnos—dijo Nornohor finalmente—. Este lugar... no está bien. Los espíritus aquí están inquietos.
—Sí—acordó Korag, pero no pudo evitar echar un último vistazo a las cadenas—. Pero ahora sabemos más de lo que sabíamos. Alguien en Huzuni está maldito.
—Se me ocurre un buen candidato.— Masculló Aurrunn, con evidente animadversión.
—Njaa. Ese animal...— Korag recodó la fiereza que emanaba del enorme jefe de los cazadores. Y el desagrado instintivo que les había producido a todos.
—No nos precipitemos. Acudamos a los menhires—dijo Nornohor—. Kifo dijo que los visitáramos. Que nos mostrarían verdades. Quizás allí encontraremos las respuestas que necesitamos.
Salieron de la cueva en silencio, la luz del día cegándolos momentáneamente después de la oscuridad opresiva. Pero incluso bajo el sol, Korag no podía sacudirse la sensación de que las sombras de esa cámara los seguían.
Segunda Parte: Las Pruebas
El Menhir de la Colina - La Verdad del Duelo
La colina de los muertos se alzaba contra el encapotado cielo vespertino como un puño cerrado. El segundo menhir esperaba en su cima, rodeado de pequeños túmulos marcados con piedras pintadas y ofrendas marchitas. El viento que soplaba allí olía a tristeza y cenizas.
Pero había algo más. Algo que hizo que Aurrunn se detuviera, olfateando el aire.
—Sangre—dijo—. Vieja y nueva. Y... huellas.
Korag sintió el cambio en la atmósfera incluso antes de llegar a la cima. El aire era más pesado aquí, cargado con el peso de los que habían partido. Y había una presencia—muchas presencias—observándolos desde lugares que los ojos no podían ver.
—Majonzi—susurró Nornohor, usando la palabra amurrumm—. Duelo y pérdida. El lugar donde honramos a los que se han ido pero no han sido liberados.
Llegaron a la cima justo cuando el sol comenzaba su descenso. El menhir se alzaba en el centro de un círculo de tumbas, más oscuro que el primero, su piedra casi negra contra el cielo carmesí.
Y había algo más. Huellas. Grandes. Profundas. Recientes.
Aurrunn se agachó para examinarlas, sus ojos de cazadora siguiendo el patrón.
—Alguien ha estado viniendo aquí. Repetidamente. Las huellas van desde el poblado hasta aquí, y luego...—siguió el rastro con su dedo—...cambian. Se hacen más grandes. Más profundas. Más pesadas. Como si quien las dejara... creciera. O se transformara.
Korag sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal.
—Como en la cueva...
—Shetani wa usiku. La maldición de la noche. Cuando un amurrumm es tocado por espíritus oscuros y su forma cambia con la luna. Cuando la bestia dentro se vuelve más real que el ser que la contiene. Esto confirma nuestras sospechas.
Nornohor se acercó siguiendo las huellas hasta una tumba en particular. Pero no era la más reciente, como habrían esperado. Era otra, algo más vieja, marcada con una piedra pintada con símbolos de duelo infantil.
—Extraño—murmuró—. Las huellas convergen aquí. No en la tumba más reciente—la de la mujer y la niña que fueron despedazadas—sino en esta.
Aurrunn frunció el ceño, estudiando la piedra marcadora.
—Si Njaa es el licántropo, como sospechamos... ¿por qué vendría a esta tumba y no a la de su esposa e hija? ¿Qué lo ataría a este lugar?
—Una pregunta que necesita respuesta—dijo Korag—. Pero primero... debemos purificar el menhir.
Nornohor se acercó a la tumba donde convergían las huellas. Las huellas félidas que se hundían en la tierra como si llevaran un peso insoportable de culpa.
—Quien viene aquí lleva dolor—dijo en voz baja—. Un dolor específico. Centrado en este niño. Que se transforma en algo más oscuro bajo la luna.
Como si esas palabras les hubieran invocado, espíritus comenzaron a emerger entonces, formas translúcidas que se levantaban de las tumbas como niebla. No eran hostiles al principio, solo curiosos, tristes, atrapados.
Había docenas. Algunos eran viejos, sus formas tan tenues que apenas se distinguían del aire nocturno. Otros eran más recientes, más sólidos, más presentes.
Y entonces, como si la presencia de los vivos despertara algo en ellos, comenzaron a acercarse. Lentamente al principio, luego más rápido. Sus rostros mostraban dolor, necesidad, el anhelo de los que no pueden partir.
—Se acercan—gruñó Aurrunn, sus garras desplegándose—. Preparaos.
Los espíritus atacaron furiosos. Hambrientos. Deseosos de vengarse de los vivos por su tormento. Lo peor no eran las heridas que provocaban con sus dedos helados. También les atormentaban con sus penas. Korag las sintió cada golpe físico: el dolor de una madre que perdió a su hijo, la ira de un guerrero que cayó sin honor, el vacío de un anciano que murió solo.
Aurrunn rugió y se lanzó hacia adelante, sus zarpas cortando a través de formas espectrales. Nornohor tejía protecciones, círculos de luz pálida que mantenían a los espíritus a raya. Y Korag luchaba ferozmente, pero cada golpe parecía solo enfurecer más a los muertos. Seguían viniendo, olas de dolor que amenazaban con ahogarlo.
Entonces lo vio.
Un cachorro. Más pequeño que los otros espíritus, su forma flotando sobre la tumba reciente. Y no atacaba. Solo observaba con ojos enormes y tristes.
Y Korag comprendió.
—¡Parad!—gritó—. Aurrunn, Nornohor. Parad.
Aurrunn lo miró como si hubiera perdido la cabeza, pero algo en su voz la hizo obedecer. Las zarpas se retrajeron. Las protecciones de Nornohor se disiparon.
Los espíritus se detuvieron también, confundidos.
Korag se abrió paso hacia el cachorro, ignorando los espíritus que se apartaban a su paso. Cuando llegó junto a la tumba, cayó de rodillas. En la sencilla tumba había flores secas, un juguete de arcilla maltratado por la intemperie, y una tablilla de madera noble a modo de lápida, grabada por unas manos más amorosas que hábiles. Pero que revelaba cuánto debía saberse.
—Tú eres el hijo de Kiongozi y Kifo—dijo.
El espíritu asintió.
—Tumaini—dijo con voz como el susurro del viento—. Esperanza. Ese era mi nombre.
—¿Qué te sucedió?—preguntó Korag gentilmente—. ¿Cómo moriste?
El rostro del niño se ensombreció con el recuerdo.
—Una bestia—susurró—. Salvaje. Enorme. Vino en la noche. Yo estaba jugando cerca del bosque, aunque me habían dicho que no me alejara. La vi demasiado tarde. No llegué a verla bien... solo oscuridad. Garras. Dolor. Y entonces... nada.
Hizo una pausa, sus ojos espectrales llenándose de tristeza. Korag comprendió entonces. Las huellas que venían aquí. El dolor que se transformaba en bestia.
—El mwana-mwezi—susurró—. El licantropo que vive en Huzuni. Él te mató, ¿verdad? Por eso viene aquí. Es a quien pertenecen esas huellas cambiantes.
—No fue él—dijo Tumaini con sorprendente serenidad. —Fue la cosa que vive dentro de él. Y eso le corroe por dentro, la culpa le obliga a venir una y otra vez a visitarme, llorando lágrimas que yo no puedo consolar.
—¿Nos dirías quien fue?— Inquirió Amurrunn, con toda la suavidad que pudo reunir.
El muchacho espectral negó despacio.
—No quiero que sea castigado por lo que no quiso hacer. Ni que su... su familia quede... desamparada.
—No le odias— dijo Nornohor, su voz tranquila y serena — Así que no te retiene la ira. ¿Por qué no has seguido adelante?
Tumaini bajó la mirada, y había vergüenza y tristeza en su rostro espectral.
—Mi madre... cuando morí, no pudo aceptarlo. Hizo un ritual. Un ritual prohibido. Para retener mi espíritu aquí, para que no cruzara al otro lado. Pensó que así no me perdería para siempre. Pensó que podría... que podría encontrar la manera de traerme de vuelta.
Sus ojos se llenaron de lágrimas espectrales.
—Pero lo que hizo... rompió algo. Desde entonces, ningún muerto en esta colina puede descansar. Todos están atrapados como yo. Y mi madre... mi madre sigue buscando, cada vez más desesperada, cada vez usando artes más oscuras, tratando de encontrar la manera de revertir lo que hizo.
—Y tu padre—dijo Korag—. Kiongozi. ¿Lo sabe?
—Lo sospecha—susurró Tumaini—. Pero no puede castigarla. No puede confrontarla. Porque entonces tendría que admitir que también él quiere que yo vuelva. Que él también se aferra a mí. Y mientras ambos me retengan con su dolor, con su negativa a dejarme ir, no puedo partir.
Korag miró al cachorro, luego al menhir donde brillaban las palabras:
¿A que te aferras?
Y comprendió la verdad terrible y hermosa de todo esto.
No era solo sobre Tumaini. Era sobre todos ellos. Sobre Kifo que no podía desprenderse de su hijo. Sobre Kiongozi que no podía dejar atrás su culpa. Sobre cómo los lazos de amor pueden convertirse en las cadenas más crueles. Un dolor helado mordió sus entrañas cuando esta comprensión le inundó por completo. Al darse cuenta de que él mismo no era ajeno a esa clase de doloroso y amargo anhelo...
Un cachete de Amurrunn en el trasero le devolvió súbitamente a la realidad. Su compañera le miró severa, señalando con su garra al chico. Parpadeando con los ojos enturbiados por una humedad de la que no había sido consciente, se giró de nuevo hacia la pequeña figura fantasmal del chico. Inhaló largamente antes de volver a hablar.
—Te prometo—dijo, su voz firme—que hablaré con tus padres. Que les diré que está bien dejarte ir. Que tu mayor deseo es que ellos sean felices. Porque eso es lo que querrías, ¿verdad?
El rostro de Tumaini se iluminó.
—Sí. Oh, sí.
Korag asintió, intentando componer una sonrisa alentadora. Después dirigió una mirada mucho mas seria a lo alto de la colina. Intercambió una mirada con sus compañeros, que asintieron con firmeza. Con paso enérgico, cruzó los pasos que le separaban de la piedra ancestral.
No hay respuestas incorrectas.
Cerró los ojos extendiendo la mano. Y tocó el menhir.
Las palabras brillaron, y debajo apareció su respuesta:
Retengo a los que amo porque temo que su partida signifique que nunca importaron. Pero honrar a los muertos no es retenerlos. Es darles paz y seguir viviendo en su nombre.
El menhir aceptó la respuesta. Los otros espíritus comenzaron a brillar. Uno por uno, sus formas se volvieron más tenues, más ligeras, liberados por el simple acto de ser vistos, de ser reconocidos. Y entonces, como velas apagadas por un viento gentil, comenzaron a desvanecerse.
Pero Tumaini permaneció.
—Aún no puedo ir con ellos—dijo—. No hasta que ellos me liberen. Pero ahora sé que es posible.
Cuando el cielo por fin rompió a llover, el olor a ceniza quedó cubierto por el de la tierra húmeda y el viento fresco.
El primero de los menhires había sido purificado.
El Menhir de la Cueva - La Verdad del Sacrificio
La cueva de Kichaka se abría como una boca en la ladera de la montaña. La oscuridad dentro era absoluta, el tipo de negrura que parecía tener peso y voluntad propios. Descendieron siguiendo túneles que se retorcían como intestinos en la tierra. La piedra a su alrededor estaba viva con fosforescencia pálida: hongos, insectos, cosas que no tenían nombre. El aire se espesaba con cada paso, cargado de humedad y algo más antiguo.
Encontraron el segundo menhir en una cámara que parecía haber sido tallada por manos que no eran de este mundo, curvandose hasta una altura que nada tenía que envidiar a los templos de las ciudades de piedra. Las paredes brillaban con cristales que proyectaban luz en patrones hipnóticos, que se entremezclaban de manera espectral con las raices de la vegetación, que como una madeja enredada se desparramaba desde las alturas.
El suelo, sin embargo, parecía un osario. Estaba sembrado de cuerpos, docenas de ellos, iluminados bajo la trémula luz que emanaba de las paredes, y de la inscripción de la estilizada piedra sagrada.
¿Cual es tu sacrificio?
—Dhabihu—susurró Nornohor señalando el obelisco y sus sinuosos símbolos—. Sacrificio. Aquí se paga el precio.
—Y tanto que si—canturreó una voz musical y cruel, que provenía de las alturas.
Era pequeña, no más grande que una niña humana, pero volaba suspendida en el aire con alas de libélula que zumbaban con un sonido casi ultrasónico. Su piel era de azabache puro, brillando como ónice pulido. Su cabello era una cascada de algo que parecía humo solidificado. Y sus ojos... sus ojos eran pozos de agua estancada donde cosas muertas flotaban.
—Visitantes—cantó la criatura—. Qué encantador.
Su risa era el sonido de hojas muertas siendo pisoteadas.
—Una fata ya usiku. — Dijo Nornohor, con un desagrado teñido de asco y odio muy impropios del sereno místico.—Un hada oscura. Una carroñera...
Los muertos se movían a su alrededor—cuerpos animados por enredaderas mágicas que los atravesaban como hilos de titiritero.
—Tan listo—aplaudió la fata—. Sí, me alimento del dulce pesar que emana de esta tierra, de la miseria que empapa a sus gentes. Pero hace tiempo que ya nadie viene a hacerme compañía. Echo eso tanto de menos la... compañía fresca.
Su mohín triste se trocó en una sonrisa cruel, imposiblemente ancha. Los muertos se mo a su alrededor: cuerpos de amurrumm caídos hacía tiempo, animados por enredaderas mágicas que los atravesaban como hilos de titiritero. Se movían con sacudidas grotescas, sus ojos vacíos pero hambrientos, sus garras aún afiladas.
—Pero que mala anfitriona soy— musitó deleitándose en cada palabra—dejad que os entretenga.
Los no-muertos se lanzaron hacia adelante.
Aurrunn rugió y se encontró con los cadáveres, su fuerza leonina destrozando carne podrida como una guadaña siega la cebada. Nornohor tejía protecciones, cortando los hilos mágicos que animaban a los muertos.
Y Korag luchaba, golpeando, cortando, tratando de abrirse paso hacia el menhir. Pero cada vez que destruían un cuerpo, la fata reía. Comenzó a ver el patrón. Cada acto de violencia la alimentaba. Por cada cadáver destruido ella levantaba dos. Mientras siguieran luchando de esta manera, nunca ganarían.
La fata voló más alto, fuera del alcance de sus armas, riendo con deleite cruel. Sus manos tejieron algo oscuro y retorcido—rayos de oscuridad pura—y los lanzó directamente a Nornohor. El félido gris gritó, llevándose las manos a los ojos. Cuando las apartó, sus ojos pálidos estaban destruidos, blancos como leche muerta, sangre negra corriendo por su pelaje plateado.
—¡No puedo ver!—jadeó—. Mis... mis ojos...
—¿Cómo...?—siseó la criatura—. ¡Estás ciego!
—¡Nornohor!—Aurrunn se movió para protegerlo, pero los cadáveres la rodeaban.
Y la fata reía y reía, volando en círculos sobre ellos, deleitándose en su victoria.
—¡Pobre gatito ciego!—cantó—. Sin ojos para ver, sin manera de...
Una flecha la atravesó.
La fata chilló, no de dolor menor sino de verdadera agonía. La flecha había perforado su hombro, y donde tocaba, su carne de azabache humeaba y se marchitaba.
Todos se giraron.
Nornohor estaba de pie, su arco en mano, otra flecha ya encajada. Sus ojos eran ruinas sangrantes, cubiertos por vendas improvisadas que Aurrunn había rasgado de su propia ropa. Pero su postura era firme, su arco apuntando directamente a la fata que volaba erráticamente, intentando esquivar.
—Veo—dijo Nornohor, su voz extrañamente serena—. No con ojos de carne. Pero veo. Veo tu esencia. Veo tu forma verdadera más allá de las ilusiones. Veo los hilos de magia que te sustentan.
Disparó de nuevo. La flecha voló imposiblemente recta, atravesando el aire donde la fata estaba, no donde parecía estar. La criatura intentó volverse invisible, tejiendo glamour sobre glamour.
No sirvió de nada.
La tercera flecha de Nornohor la encontró en el pecho, perforando defensas mágicas que habrían desviado cualquier arma mortal. Porque no estaba disparando con ojos físicos. Estaba viendo con algo más profundo.
—Los ancestros me han dado un regalo—murmuró, encajando otra flecha—. A cambio de mi vista mortal, veo ahora con los ojos del espíritu. Y tú, criatura de corrupción, brillas como antorcha negra en este plano.
Korag miró la escena y comprendió que se le había concedido un precioso instante.
¿Cual es tu sacrificio?
No se trataba de destruir a la fata. Se trataba de dar algo. De sacrificar algo que aquella criatura no pudiera considerar su alimento.
Puso ambas manos sobre la piedra y abrió su alma.
Los recuerdos fluyeron. Cada momento con Zellara. Cada risa compartida en medio del horror de la jaula. Cada instante de calidez en el frío de su infancia. El sonido de su voz cuando era feliz. La textura de su risa. El peso de su presencia reconfortante. Los momentos robados donde sus manos se tocaban y ninguno se atrevía a nombrar lo que sentían.
Todo lo que Korag había guardado, atesorado, usado como armadura contra el mundo.
Todo lo entregó.
La fata gritó. No era un grito de triunfo sino de agonía. Lo que Korag ofrecía era demasiado puro, demasiado intenso, demasiado vívido. Era como veneno para algo que se alimentaba de muerte y corrupción.
Las enredaderas que animaban a los cadáveres comenzaron a marchitarse, secándose como plantas bajo sol abrasador. Los no-muertos cayeron, finalmente en paz.
La fata misma comenzó a desvanecerse, su forma de azabache perdiendo solidez, las heridas de las flechas de Nornohor brillando con luz plateada.
—No—jadeó—. No, qué has... qué eres...
—Alguien aprendiendo a dejar ir—respondió Korag—. Alguien dispuesto a pagar el precio de la libertad. No solo la mía. La de ella también.
Y la fata se convirtió en polvo negro que la brisa subterránea se llevó.
Los cadáveres yacían inmóviles ahora, verdaderamente muertos, liberados de su tortura. Y Korag se desplomó junto al menhir, sintiendo el vacío donde antes había llevado esos recuerdos.
No estaban borrados. Pero ya no eran suyos de la misma manera. Ya no eran las cadenas que lo ataban.
Aurrunn estaba a su lado inmediatamente, pero sus ojos se movían entre Korag y Nornohor.
—Hermano—dijo a Korag—. ¿Qué hiciste?
—Lo que tenía que hacer—susurró Korag—. Di lo que debía dar.
Luego miró a Nornohor, que permanecía de pie con su arco aún en mano, el vendaje sobre sus ojos empapado de sangre pero su postura erguida, casi serena.
—Y tú—dijo Korag—. También has pagado un precio. Un precio terrible.
Nornohor sonrió, una sonrisa triste pero genuina.
—Los ancestros no dan sin quitar. No quitan sin dar. Puedo ver ahora lo que antes estaba oculto. Las verdades detrás de las mentiras. Los espíritus que caminan entre nosotros. Las intenciones en los corazones de otros. Es... diferente. Extraño. Pero creo que es lo que necesitaba para completar este viaje. Tanto como tu necesitabas tus respuestas.
E hizo un además hacia la roca sagrada. Las palabras aparecieron bajo la pregunta del menhir:
Doy lo que más atesoro para que ambos seamos libres. El amor verdadero no retiene. Nos hace libres.
Korag suspiró, exhausto. Se sentía diferente—más ligero. Más completo. Como una vasija que había sido vaciada y pulida, lista para ser llenada con algo nuevo. Inspiró largamente y acompañado por sus hermanos, caminó de vuelta a la luz del sol.
El segundo menhir había sido purificado.
El Menhir de la Cascada - La Verdad de la Purificación
La cascada rugía con voz de trueno, arrojando niebla que capturaba arcoíris en la luz declinante. El tercer menhir estaba medio oculto detrás de la cortina de agua, sus runas brillando con luz azul pálida como hielo derretido.
—Usafi—dijo Aurrunn—. Purificación. Aquí lavamos lo que no podemos llevar más.
Korag vadeó a través del estanque en la base de la cascada, el agua fría mordiendo su piel. Trepó sobre rocas resbaladizas hasta alcanzar el saliente detrás del cual esperaba el menhir.
Las palabras estaban grabadas en la piedra:
¿Qué cargas te impiden avanzar?
Korag puso su mano sobre la piedra.
El agua se detuvo—miles de gotas suspendidas como cristales. Y en esas gotas vio reflejos:
Rolt Lamm, muriendo con los dedos espectrales de Zellara hundidos en su rostro.
Gaedren Lamm, ahogándose en el agua sucia de su guarida.
Una docena de otras muertes. Cada una justificada. Cada una necesaria. Cada una dejando una marca.

—Buscabas venganza—resonó la voz de Nornohor, como si pudiera contemplar cada imagen en un solo vistazo de sus ojos ciegos—. Y lo llamaste justicia. Lo llamaste amor.
—Lo era—dijo Korag—. Merecían morir.
—Quizás. ¿Mero merecías tu cargar con sur muertes? Dime hermano, ¿la venganza era por ella, o por ti? ¿Limpiabas su honor, o saciabas tu propia sed de sangre?
Las palabras cortaban más profundo que cualquier cuchillo.
—Yo... yo estaba tan enfadado—susurró Korag—. Por todo. Por el abandono. Por todo lo que nos quitaron. Y cuando la encontré muerta, toda esa ira encontró un objetivo. Me dije que era por ella. Pero...
Las gotas comenzaron a caer, cálidas como lágrimas.
—Pero era por mí—continuó—. Por mi rabia. Por mi dolor. La usé como justificación. Y al hacerlo, la até a mi ciclo de violencia. Le robé su paz porque no podía encontrar la mía.
El agua caía ahora como lluvia tibia, lavándolo. Y Korag se quedó allí, dejando que lo empapara.
—No puedo deshacer lo que hice—dijo—. Pero puedo elegir que termine aquí. Que la violencia no engendre más violencia. Puedo elegir dejarla libre de mi venganza.
El menhir brilló. Las palabras aparecieron:
Las manchas que llevo son de sangre derramada en nombre del amor. Pero el verdadero amor no exige sangre. Exige libertad.
El Menhir de las Llanuras - La Verdad de las Cadenas
El siguiente menhir se alzaba en el corazón de la sabana, una columna de piedra negra grabada con símbolos que parecían moverse cuando no los mirabas directamente. La hierba a su alrededor había sido quemada en un círculo perfecto, y el aire vibraba con un calor que no venía del sol.
Llegaron al amanecer, cuando el horizonte era una línea de fuego dorado y el mundo parecía recién nacido. Aurrunn caminaba adelante, sus sentidos de cazadora alerta a cualquier peligro. Nornohor se movía junto a Korag, su presencia tranquilizadora.
—El menhir de Ukweli—dijo Nornohor—. Verdad. Aquí el aire mismo rechaza la mentira.
Cuando se acercaron, Korag sintió algo cambiar en la atmósfera. Como si el peso del mundo aumentara con cada paso. Como si llevar máscaras se volviera físicamente imposible.
Al pie del menhir, grabada en la piedra en caracteres que brillaban con luz propia, había una pregunta:
¿Qué cadenas llevas contigo?
Korag leyó las palabras una vez. Dos veces. En la tercera lectura, comprendió que no podía responder con palabras. Tenía que responder con verdad.
Puso su mano sobre la piedra.
El mundo se desvaneció.
Flashback: Una jaula. Barrotes de hierro oxidado. El hedor de otras criaturas enjauladas, el sonido de llantos y gruñidos y súplicas en una docena de idiomas. Y en la jaula de al lado, una niña humana con cabello blanco como nieve, sus ojos también blancos, ciegos para el mundo visible pero viendo cosas que nadie más podía.
—¿Estás asustado?—preguntaba ella.
—No—mentía el cachorro que era Korag.
—Yo tampoco—mentía ella.
Y entonces se reían, porque ambos sabían que el otro mentía, y de alguna manera eso hacía más fácil soportar el miedo. Y en esa risa compartida, en ese reconocimiento mutuo, nacía algo que ninguno podía nombrar pero ambos sentían con cada fibra de su ser.
El recuerdo cambió, fluyó, se convirtió en otro:
Años después. La jaula había desaparecido, pero otras cadenas permanecían. Zellara ya no era una niña, y Korag ya no era un cachorro. Se habían encontrado de nuevo en las calles de Korvosa, dos extraños que compartían extrañezas. Ella con sus visiones y sus cartas. Él con sus sombras y sus espíritus.
Y entre ellos, sin palabras, crecía algo que ninguno se atrevía a nombrar. Algo que dolía y sanaba al mismo tiempo. Algo imposible—un félido y una humana, dos seres marcados por cicatrices demasiado profundas.
—Algún día—decía Zellara, mirando sus naipes, sin atreverse a mirarlo a él—, tendrás que seguir adelante. Sin mí.
—Nunca—respondía Korag, y ambos sabían que era una mentira. Pero era la mentira que necesitaban para sobrevivir otro día.
El menhir liberó a Korag. Cayó de rodillas en la hierba quemada, jadeando, con lágrimas corriendo por su pelaje.
Aurrunn estaba a su lado instantáneamente, su mano fuerte en su hombro.
—¿Qué viste?
—La verdad—respondió Korag con voz rota—. Que las cadenas que llevo no son solo de protección o lealtad. Son de amor. Un amor que nunca pude nombrar. Un amor que nos ata a ambos cuando debería liberarnos. Y al aferrarme a ella, la mantengo prisionera tanto como cuando estaba en aquella jaula.
—El amor no es prisión—dijo Nornohor suavemente.
—Lo es—susurró Korag—cuando quien amas no puede descansar por tu necesidad. Cuando tu dolor se convierte en sus cadenas.
Miró hacia atrás al menhir. Las palabras seguían brillando, y debajo, como si se hubieran grabado en respuesta a su contacto, aparecieron nuevas:
Mi cadea es el amor. Pero llenar el vacío con el dolor ajeno no es amor. Es egoísmo disfrazado de devoción.
Aurrunn leyó las palabras en voz alta, luego miró a Korag con algo que podría haber sido comprensión. Nornohor por su parte asintió despacio, como si todas las piezas encajaran dando un sentido a lo que solo el podía ver.
—Entonces averigüemos juntos como soltarlas. Ven, hermano. Ha llegado el momento de que todas las verdades sean desveladas.
Tercera Parte: La Telaraña Revelada
Regresaron a Huzuni al amanecer del cuarto día. El poblado estaba inquieto—guerreros reuniéndose, voces alzadas.
Kiongozi los encontró en el perímetro. El alivio en su rostro era palpable, pero había algo más—una esperanza frágil, casi dolorosa de presenciar.
—Llegáis justo a tiempo—dijo—. O quizás demasiado tarde. Njaa ha reunido a los guerreros. Dice que ha esperado suficiente. Que va a matar a la bruja y enfrentar a la Bestia él solo.
—No—dijo Korag—. Los menhires están purificados. Ahora podemos ver la verdad completa. Pero primero...
Se volvió hacia Kiongozi, sus ojos encontrando los del viejo jefe.
—Tu hijo. Tumaini. Lo encontramos en la colina de los muertos.
Kiongozi se quedó inmóvil, como si hubiera sido golpeado.
—Está atrapado allí—continuó Korag—. No puede partir. No puede encontrar paz. Porque...
Miró a Kifo, que había aparecido detrás de Kiongozi, su rostro pálido.
—Porque hiciste un ritual prohibido—dijo Korag a la chamana—. Para retenerlo. Para que no cruzara. Y ese ritual rompió algo. Ahora ningún muerto en esa colina puede descansar. Todos están atrapados por lo que hiciste.
Kifo sollozó, cayendo de rodillas.
—Yo... yo solo quería... no podía dejarlo ir. No podía...
—Y tú—Korag se volvió hacia Kiongozi—. Lo sabes. Lo has sabido todo este tiempo. Pero no puedes castigarla. No puedes confrontarla. Porque tú también te aferras. Tú también no puedes dejarlo ir.
Kiongozi cerró los ojos, lágrimas corriendo por su pelaje gris.
—No podía—susurró—. No podía perderlo. No podía perderla a ella por castigarla. Ya había perdido tanto...
—Y mientras ambos lo retengan—dijo Korag con gentileza—, él nunca encontrará paz. Pero me pidió que os dijera algo. Os pidió que os perdonéis. Que os deis permiso para ser felices de nuevo. Juntos. Porque eso es lo que él quiere más que nada.
Kifo sollozaba abiertamente ahora, y Kiongozi se arrodilló junto a ella, abrazándola por primera vez en años. Ambos temblaban con el peso de años de dolor finalmente reconocidos.
—Pero eso no es todo—dijo una nueva voz, suave como miel pero con un filo escondido.
Gonna emergió de las sombras. Hermosa. Peligrosa. Sus ojos ardiendo con odio cristalizado.
—Qué escena tan conmovedora—dijo—. El viejo jefe y su chamana, finalmente confrontando sus pecados. Pero habéis olvidado mencionar los míos, ¿verdad?
Se volvió hacia el poblado reunido, su voz alzándose:
—Yo soy la hija del antiguo jefe. El que este viejo—señaló a Kiongozi con desprecio—mató en duelo. Y cuando asumió el liderazgo, mi madre y yo fuimos... olvidadas. Ignoradas. Dejadas a morir en el desierto.
—Tu padre era un tirano—dijo Kiongozi, cansancio infinito en su voz—. Alguien tenía que detenerlo.
—¡Y tomaste todo lo que era mío!—gritó Gonna—. Pero volví. Me ofrecí como esposa. Esperé. Y sembré semillas de destrucción.
Señaló a Njaa, que emergía de entre las chozas, su rostro sombrío. El collar alrededor de su cuello pulsaba con luz carmesí intensa.
—Pero primero—continuó Gonna—, necesitaba las herramientas adecuadas. Aproveché la desesperación de Kifo. Le susurré sobre rituales prohibidos. Le di esperanzas falsas de resurrección. Y mientras ella se hundía en las artes oscuras, rompiendo las leyes de la muerte, yo trabajaba en mi plan verdadero.
—Njaa—dijo, y había triunfo en su voz—. Un guerrero tan honorable. Tan desesperado por proteger. Tan perfecto para ser manipulado.
Njaa había llegado ahora, de pie ante todos, su rostro una máscara de vergüenza y dolor.
—Cuenta tu parte—ordenó Gonna—. O lo haré yo.
Y Njaa, con voz rota, comenzó a hablar.
—He sido... infectado—dijo Njaa, cada palabra como si le arrancaran el alma—. Con shetani wa usiku. Durante años, he llevado conmigo la maldición de la noche... dentro de mí. Y durante años, usé la cueva para encadenarme. Para proteger al poblado de lo que me convertía bajo la luna llena.
Se tocó el collar, y había repulsión en su gesto.
—Pero cuando la bruja albina llegó y se refugió precisamente en esa cueva... me quitó mi único lugar seguro. Fui a Kifo primero. Le rogué que la expulsara, alegando que la cueva era sagrada. Pero ella...
—Yo lo ignoré—dijo Kifo, su voz rota—. Pensé que era simple odio por la forastera. No... no vi la desesperación real. No escuché el miedo en sus palabras.
—Entonces fui a Gonna—continuó Njaa—. Totalmente desesperado. Le conté mi secreto. Y ella... ella dijo que podía ayudarme. Me dio este collar. Prometió que me mantendría bajo control sin perder el poder que la licantropía me daba. Poder para proteger. Poder para ser digno de liderar.
Su voz se quebró.
—Yo... yo quería creer. Necesitaba creer. Así que acepté. Y al principio pareció funcionar. La transformación venía, pero yo mantenía algo de consciencia. Algo de control.
—Pero lo que no te dije—dijo Gonna, su sonrisa cruel—, es que el collar te mantendría bajo mi control. No el tuyo. Mío.
—Y lo usaste—Korag dio un paso adelante, su voz dura—. Para matar. Para sembrar el caos. Para que Njaa hiciera tu trabajo sucio por ti.
Gonna rió, mientras Njaa se tambaleaba, el horror pintado en su rostro.
—¿Yo... yo maté a todas esas personas?
—Oh, como si fuera algo nuevo para ti—Gonna se acercó a él, su voz un susurro venenoso, con el que apuñaló sin compasión, retorciendo el cuchillo en la herida con obvio deleite—. En realidad todo te lo debo a ti querido. Tu abriste la grieta por la que yo me colé. ¿Crees que lo peor que has hecho ha sido matar a tu mujer y a tu hija? ¿Recuerdas hace tres años? ¿Tu primera transformación completa? ¿Un pequeño cachorro que había salido del poblado cuando no debía?
El rostro de Njaa se convirtió en una máscara de horror.
—No... no, por favor, no...
—Tumaini—dijo Korag, comprendiendo—. Njaa mató a Tumaini en su primera transformación.
Kifo gritó—un sonido de pura agonía animal. Se lanzó hacia Njaa, sus garras desplegadas, dispuesta a matarlo allí mismo.
—¡TÚ!—aulló—. ¡Fuiste TÚ! ¡TU MATASTE A MI HIJO!
—¡Kifo, no!—Korag se interpuso, sujetándola con sus fuertes brazos mientras los ojos de la mganga se inundaban de ira, odio y mortífero poder.
La chamana forcejeó contra él, pero Korag la sostuvo firme.
—¡Suéltame! ¡Merece MORIR! ¡Mató a Tumaini!
—Lo sé—dijo Korag—. Y ese dolor es real. Pero si lo matas ahora, nada cambiará. Tumaini seguirá atrapado. El dolor seguirá consumiéndote. Y el ciclo continuará.
Kifo se derrumbó en sus brazos, sollozando. Kiongozi llegó entonces, tomándola, abrazándola mientras ambos lloraban por el hijo que habían perdido y la verdad terrible que finalmente conocían.
—Y tú—Korag se volvió hacia Kiongozi—. Tú sabías. No todo, pero sabías que algo estaba mal. Sospechaste del ritual prohibido de Kifo. Sospechaste de la ferocidad antinatural de Njaa. Pero no hiciste nada.
Kiongozi levantó la vista, su rostro devastado.
—Estaba... cansado. Tan cansado. No quería este liderazgo. Nunca lo quise. Lo conseguí matando a un tirano, pero eso no significa que lo deseara. Y con cada decisión, cada juicio, sentía el peso hundiéndome más. Cuando sospechaba... era más fácil no ver. No confrontar. Porque entonces tendría que actuar. Y ya no tenía fuerzas para actuar.
—Y esa debilidad—dijo Korag—, te hizo vulnerable a ella.
Miró a Gonna, que seguía de pie con arrogancia desafiante.
—Exacto—Gonna sonrió—. Y todo este tiempo, Huzuni se ha desgarrado por dentro. Kiongozi dudando de sí mismo, paralizado por culpa y secretos. Kifo consumida por su búsqueda desesperada. Njaa atrapado entre el honor y el horror, sin recordar sus propios crímenes. Era perfecto.
—Pero no contabas con nosotros—dijo Korag.
Los ojos de Gonna brillaron con aversión.
—No. No esperaba a los viajeros del Ol-gesher. Ni al que la bruja predijo con su último aliento consciente antes de caer en su sueño: "Mi destino no estará escrito hasta que llegue el ungido en sangre. El que nunca despertó. El que camina dormido entre dos mundos."
Chasqueó los dedos.
—Pero no importa. Njaa—su voz se volvió veneno puro cuando se volvió hacia el jefe de cazadores—. Mátalos. Mátalos a todos.
El collar brilló. Y Njaa comenzó a transformarse.
Batalla y Sentencia
Lo que siguió fue puro caos.
Njaa transformado era una fuerza de la naturaleza—más grande que cualquier félido, más rápido, más feroz. El licántropo y el guerrero combinados en pesadilla viviente.
Aurrunn se lanzó a su encuentro, fuerza leonina contra furia antinatural. Los dos colisionaron con un impacto que sacudió el suelo.
Nornohor tejía protecciones, manteniendo a salvo a los más débiles del poblado.
Korag se movió raudo, buscando flanquear a la criatura. Pronto todos quedaron trabados en furibundo combate. La batalla era épica, pero desesperada. El licántropo era demasiado fuerte, demasiado rápido.
Y entonces Korag se fijó en los latidos del collar. Los símbolos pulsando con cada orden de Gonna, que tejía el aire con sus zarpas como un titiritero sosteniendo los hilos de su marioneta.
—¡El collar!—gritó—. ¡Romped el collar!
Aurrunn rugió y se lanzó, sus garras buscando la cadena, usando cada apice de su titanica fuerza antes de ser lanzada por los aires. El metal resistió pero se agrietó. Nornohor añadió su magia, intentando romper los símbolos.
Pero no era suficiente. El collar se dañaba pero no se quebraba.
Y entonces, en el momento más desesperado, cuando el licántropo se cernía sobre Korag con fauces abiertas—
Un rugido sacudió el mundo.
La Bestia apareció.
No de las sombras sino de la nada, materializándose entre Korag y el licántropo. El espíritu guardián en toda su terrible gloria—pelaje negro como el vacío, ojos que eran puro terror, pero moviéndose con propósito protector.
Baticinio. El guardián de Zellara.
La Bestia y el licántropo colisionaron en una explosión de furia espectral y carne maldita. El intercambio de golpes era tan rápido que apenas podía seguirse con la vista. Ambos seres legendarios rodaron hiriéndose mutuamente, arrasando el poblado con su contienda. Pero incluso con la llegada de esa inesperada ayuda, el feroz Njaa fue recuperando poco a poco la iniciativa.
Solo la desesperada intervención de los tres wenzi wa roho evitó que el licantropo desgarrara la garganta de la bestia. Los contendientes quedaron separados por un instante, sin aliento y sangrando por multiples heridas. Y en ese momento de confusión—
—¡PAPÁ!
Shahidi corrió hacia adelante. Pequeño. Aterrorizado. Pero sin huir.
—¡Papá, sé que estás ahí! ¡Te perdono! ¡Por mamá, por todo! ¡Pero tienes que volver! ¡Por favor!
El licántropo se detuvo. Sus músculos temblaban. Y en sus ojos—por un instante—brilló algo humano.
Shahidi alcanzó a su padre, sus manos pequeñas tocando el collar dañado.
—Vuelve a mí—susurró—. Por favor.
Y Njaa—el verdadero Njaa—tomó el collar con sus propias garras. Los músculos se tensaron. El metal agrietado resistió.
Entonces, con un aullido que era mitad rugido y mitad sollozo humano, lo rompió.
El collar estalló en fragmentos carmesíes. Y Njaa comenzó a encogerse, transformándose de vuelta, cayendo de rodillas.
Shahidi se abrazó a él, llorando.
La Bestia—Baticinio—se desvaneció tan rápido como había aparecido, su deber cumplido.
Gonna observaba, su rostro contorsionado por la furia.
—No—siseó—. ¡NO! Esto no...
—Se acabó—dijo Korag, lanzando una torva mirada a la artifice de tanto sufrimiento.
Gonna intentó huir entonces, sus pies moviéndose para correr. Pero Aurrunn estaba allí, cortándole el paso con velocidad leonina. Sus garras se cerraron alrededor del brazo de Gonna, impidiéndole escape.
—Oh, no—gruñó Aurrunn—. A donde crees que vas. Todavía no hemos terminado contigo.
Gonna forcejeó, pero la fuerza de Aurrunn era implacable. Hizo un esfuerzo desesperado por intentar empezar a conjurar, pero entonces Nornohor dio un paso adelante. El vendaje sobre sus ojos destruidos se movía con la brisa, pero había poder en su postura.
Sus manos se alzaron, y comenzó a cantar en un idioma que era anterior a las palabras—el lenguaje de los espíritus, de los ancestros.
Gonna gritó, pero no de dolor físico. Era como si algo la estuviera retorciendo desde dentro, debilitando su voluntad, quebrando las barreras que mantenía alrededor de su mente.
—¿Qué... qué me estás haciendo?—jadeó.
—Rompiendo tus defensas—respondió Nornohor, su voz resonando con poder—. Veo las mentiras que has tejido. Veo las verdades que ocultas. Y ahora... ahora hablarás solo verdad. Aunque te arranque cada palabra del alma.
Sus manos trazaron símbolos en el aire, y donde los dibujaba, brillaban con luz plateada. Gonna se retorció, intentando resistir, pero era inútil. La magia de Nornohor, potenciada por su nueva visión espiritual, la atravesaba como cuchillos.
—¡Para!—gritó—. ¡Para, por favor!
—Di la verdad—comandó Nornohor—. Y quizás el dolor cese.
—Cuenta tu parte—ordenó Korag—. Todo.
La sacerdotisa de Calistria cayó de rodillas, sollozando. Y cuando habló, las palabras salían a pesar de ella misma, arrancadas por el hechizo que la compelía.
—Volví hace un año—dijo, cada palabra como veneno—. Me ofrecí como esposa a Kiongozi. Y él, tan solo, tan culpable, tan débil, aceptó. Pensó que podía redimirme. Pensó que el amor podía sanarme.
Rió, amargo y roto.
—Pero yo no quería ser sanada. Quería destruir. Encontré a Kifo en su dolor por su hijo perdido. Le susurré sobre rituales prohibidos. Le di esperanzas falsas de resurrección. Le dije que si practicaba, si aprendía, quizás podría traerlo de vuelta. Y mientras ella se hundía en las artes oscuras, rompiendo las leyes de la muerte, yo trabajaba en mi plan verdadero.
—Njaa—continuó—. Tan honorable. Tan desesperado por encontrar un lugar donde encadenarse después de que la bruja le robara su cueva. Le ofrecí el collar. Le prometí control. Y lo convertí en mi arma. Lo usé para matar. Para sembrar terror. Para que Huzuni se desangrara desde dentro mientras todos se culpaban unos a otros.
—¿Y la plaga del ganado?—preguntó Korag—. ¿El aborto? ¿La sangre en el tótem?
—Todo yo—admitió Gonna bajo la compulsión—. Rituales menores de Calistria. Fáciles de hacer. Imposibles de rastrear. Y cuando la bruja albina llegó, tan extraña, tan perfecta para ser culpada... solo tuve que matar a esa mujer y su hija bajo el control de Njaa, dejar los amuletos de Zellara entre los restos, y dejar que el odio hiciera el resto.
—Un plan perfecto—dijo Korag—. Para ver arder el mundo. Para destruir a Kiongozi destruyendo todo lo que tocaba.
—Sí—siseó Gonna—. Para que Huzuni cayera. Para que todos sufrieran como yo sufrí. Para que Kiongozi perdiera todo como mi padre perdió todo. Para que supiera lo que es perderlo todo y seguir viviendo con ese vacío.
Silencio cayó sobre el poblado. Pesado. Terrible. El peso de todas las verdades finalmente reveladas.
Entonces Kiongozi se puso de pie. Dejó a Kifo entre los brazos de otros, y caminó hacia Korag con pasos que parecían costarle todo.
—Has traído todas las verdades a la luz—dijo—. Has purificado los menhires. Has roto las telarañas de mentiras. Pero ahora... ahora viene la parte más difícil.
Sus ojos encontraron los de Korag, y había súplica en ellos.
—Debes dictar sentencia. Sobre Njaa, que mató en transformación pero también intentó protegerse. Sobre Kifo, que usó artes prohibidas por amor a su hijo. Sobre Gonna, que orquestó todo por venganza. Sobre mí, que fallé en proteger a mi pueblo, que fallé en ver lo que estaba ante mis ojos, que dejé que mi debilidad pusiera en peligro a todos.
—Kiongozi—comenzó Korag.
—No—el viejo jefe alzó una mano—. Esa es nuestra ley. El que revela la verdad debe juzgarla. Y tú has revelado todo. Así que te lo pido, viajero del Ol-gesher, ungido en sangre, caminante entre mundos: ¿Qué sentencia dictas sobre cada uno de nosotros?